El domingo 19 de diciembre moría por COVID-19 el cantante lírico Carlos Marín, famoso por ser uno de los cuatro componentes del grupo “Il Divo” con más de 35 millones de discos vendidos. Tenía 53 años y estaba vacunado. Al ser español, uno supondría que este triste suceso fuera una noticia de amplia repercusión en España, pero no. Pocos medios importantes le dieron el espacio que merecía y aún menos destacaron el hecho inexplicable de que una vacuna diseñada para evitar unas mortales consecuencias no hubiera logrado su objetivo. Aún más difícil, misión imposible, fue encontrar que un medio de comunicación señalara el nombre de la fallida vacuna. Cuando en un país es más noticia -y tiene más repercusión mediática- que un bombero antivacunas, completamente desconocido para la opinión pública, fallezca por Covid, a que lo haga uno de los cantantes más exitosos de su historia, estando vacunado según los protocolos recomendados por la Organización Mundial de la Salud, es una señal clara de que algo “huele” mal.
No se trata de caer en posiciones radicales que niegan la existencia de la pandemia y derivan en conspiraciones imposibles de demostrar. Sin embargo, tampoco podemos comprar el relato actual, y mucho menos la falacia que identifica a los que no se quieren vacunar como de antivacunas, un relato que suele contener también el capítulo de calumniar a los “antivacunas” de ser personas insensibles, egoístas y dementes. Por el contrario, todas las personas con las que hemos conversado han sido vacunadas en algún momento de su vida, y afirman que lo volverían a hacer, algunos incluso también contra el Covid-19. Ellos no van contra la ciencia, sino contra la pseudociencia, y, sobre todo, defienden que hay motivos para la duda razonable y que, en el contexto de un Estado de Derecho, tienen derecho a ser respetados sin que sean violadas sus libertades como ciudadanos, incluso cuando son una minoría.
A la vista de los últimos acontecimientos, con el aumento exponencial de los problemas de salud de deportistas y de mujeres con abortos naturales, entre personas vacunadas, observamos la sensatez de quienes plantean dudas razonables y critican el silencio mediático y el consentimiento de gran parte de la opinión pública.
Primero nos dijeron que había que usar guantes, luego que no; al principio antígenos sí, luego que no porque daban “falsos negativos”; al inicio del todo, que bastaría con una dosis de vacunación, máximo dos, cuando ahora parece que lo recomendable es cada nueve meses porque el efecto de la vacuna disminuye al poco tiempo; con rotundidad, afirmaron también que los niños no tenían que vacunarse, pero ahora sí; respecto al uso de mascarillas, los supuestos “expertos” dijeron al comienzo que sí, luego que no, ahora de nuevo que sí.
Del mismo modo, avalaron que la vacunación masiva era fundamental para controlar la pandemia, pero con el tiempo los hechos han demostrado que no es del todo cierto. Siendo el país de América del Sur con el menor índice de vacunación, Paraguay ha controlado la pandemia igual o mejor incluso que otros países que tienen un porcentaje de vacunación mucho mayor. En África, epicentro de la variante ómicron, nadie está muriendo por el virus, pero algunos inconscientes, altavoces de la versión oficial, han afirmado que este evento es gracias a las vacunas, cuando el índice de vacunación en el continente africano es del 26%.
Quien pueda entender, que entienda. Más bien, la pandemia que estamos viviendo parece dar la razón a Mark Twain: “Es más fácil engañar a la gente, que convencerlos de que han sido engañados”.