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Cosquillas al dragón

Por Cristian Nielsen

El 21 de agosto de 1945, apenas 12 días después que Nagasaki fuera borrada del mapa por la bomba Fat Man, el físico norteamericano Harry Daghlian, de 24 años, trabajaba solo a altas horas de la madrugada con bloques de plutonio preparando lo que en esos días empezaba a llamarse “reacción nuclear crítica”, es decir, el paso previo a la reacción en cadena que mueve a los reactores nucleares o bien, provocan explosiones de potencia destructiva inimaginable. Alguno de los componentes se salió de su lugar y el joven científico no tuvo más remedio que tomar el plutonio con las manos y sacarlo de su sitio para evitar una catástrofe.

Daghlian recibió una dosis masiva de radiación y falleció después de 25 días de inenarrable agonía. Había estado jugando, como todos sus colegas, al limite con la naturaleza de una fuerza que hasta entonces era por completo desconocida.

COFRADIA DE GENIOS

Los miembros del “club de la bomba” eran pocos, en aquellos días. El 2 de agosto de 1939, a menos de un mes del inicio de la II Guerra Mundial, un grupo de científicos entre los que se contaba el mismísimo Albert Einstein, envió una carta al presidente Franklin Roosevelt advirtiéndole que la Alemania nazi trabajaba intensamente en su programa nuclear y que era muy posible que pronto dispusiera de armas atómicas. Las investigaciones genéricas las llevaban adelante los químicos Friederick Strassman y Otto Hahn, éste último, ganador del Premio Nobel de Quimica 1944 por el descubrimiento de la fisión nuclear del uranio. Pese a haber iniciado temprano su programa nuclear, Hitler nunca se decidió a llevarlo al terreno bélico dado que consideraba despreciable esa “ciencia judía”.

Strassman y Hahn debieron sobrevivir a una era llena de presiones. El primero se vio obligado a renunciar a la Sociedad Química Alemana cuando los nazis quisieron convertirla en un órgano de control de intelectuales. “Valoro mi libertad lo suficiente como para resignarme a picar piedra para preservarla”. Hahn, ya exiliado en Inglaterra, se negó a participar del desarrollo de armas nucleares y se hizo activista contra su utilización.

En 1939 llegó a Nueva York Enrico Fermi, un físico italiano ganador del Premio Nobel de Fïsica 1939 por sus estudios sobre radiación nuclear. Al recién llegado le llovieron ofertas de trabajo en numerosas universidades, eligiendo Columbia, una de las más prestigiosas. Fermi puso en práctica sus conocimientos teóricos poco después integrando el equipo de científicos y técnicos que construyó el Chicago Pile-1, el primer reactor nuclear de la historia.

Fermi se había estado carteando con otro genio contemporáneo, Niels Bohr, Premio Nobel de Física 1922. Ambos hablaban el mismo lenguaje y tenían el mismo compromiso irreductible con la ciencia. Por esos días, Bohr se enteró que uno de sus alumnos de la Universidad de Copenhagen, Werner Heisenberg, había aceptado comandar el programa nazi de bombas nucleares, lo cual puso en alerta al danés que terminó huyendo primero a Suecia y finalmente, a Estados Unidos. Ambos, Fermi y Bohr, se encontrarían trabajando juntos en el proyecto Manhattan, ordenado por Roosevelt y que se había instalado en un ignoto paraje desértico de Nuevo México.

LITTLE BOY Y FAT MAN

Niño pequeño y Hombre gordo fueron los nombres de los dos engendros bélicos desarrollados por un grupo de genios comandados por Robert Oppenheimer, un físico estadounidense de origen judío educado en la Universidad de California Berkeley.

El 16 de julio de 1945 la humanidad asistió al nacimiento oficial de la era nuclear cuando la bomba Trinity, de 20 kilotones (equivalente a 20.000 toneladas de TNT) provocó primero un destello “mil veces más brillante que el sol” y un estruendo que se escuchó hasta en Las Vegas, Nevada, 1.000 kilómetros al oeste de Los Alamos en donde estaba emplazado el polígono nuclear. Los desarrolladores del siniestro artefacto asistieron al ensayo sin saber si la reacción en cadena iría a “quemar la atmósfera” o a desatar algún cataclismo que acabara con el planeta, tan a oscuras estaban sobre el poder que manipulaban. Cuando el hongo de la explosión alcanzó los 12 kilómetros de altura y el silencio volvió al desértico panorama, Oppenheimer recordó un antiguo texto hindú: “Me he convertido en muerte, en destructor de mundos”.

En los talleres del centro nuclear ponían a punto Little Boy, la bomba que caería el 6 de agosto sobre Hiroshima, y Fat Man, que tres días después pulverizaría Nagasaki. Los “fabricantes de sombras”, como narraría años mas tarde en su película Roland Joffé, tenían en camino un tercer artefacto porque aún no sabían si dos bombas nucleares serían suficientes para doblegar a Japón. “No sólo bastaron, fueron demasiado” aseguraría años después Alex Wellerstein, historiador especialista en armas nucleares en su blog Nuclear Secrecy.

La comunidad de sabios había logrado hacerle cosquillas al dragón. Y pagó su precio. Harry Daghlian y Louis Slotin, con su propia vida.

Equipo Periodistico
Equipo Periodistico
Equipo de Periodistas del Diario El Independiente. Expertos en Historias urbanas. Yeruti Salcedo, John Walter Ferrari, Víctor Ortiz.

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