Los casos de la sinvergüencería entre políticos no terminan. El diputado Portillo, que es un viejo espécimen de esa fauna, ha vuelto a aparecer mostrando todo lo que cada uno de los colegas suyos me imagino que dirán sin grabadora de por medio, haciendo tráfico de influencia, llamando a ministros de la Corte para destrabar algún caso que les favorezca en términos personales o electoralistas.
Básicamente, el hecho de que no tengamos la idea de la institucionalidad y de lo que significa ser un legislador, eso está muy distante no sólo de ellos, sino también de quienes reciben las llamadas telefónicas y son los que finalmente hacen que este tipo de especímenes sigan gozando de muy buena salud.
El mandante, el ciudadano, también tiene que entender para qué sirve un legislador y cuando todo está podrido. Incluso para los legisladores hacer este tipo de tráfico de influencias a cambio de votos resulta absolutamente natural y considera que es completamente lógico el que, habiendo juntado votos para una elección, tenga que hacer la tarea del lobby de buscar transar con otro legislador para que le nombren a alguien en un cargo determinado.
Todo podrido, en definitiva, para un país que requiere encontrar su fórmula de reencauzar institucionalmente el sentido de las personas y de las instituciones que ocasionalmente ocupan.