Cristian Nielsen
“Y desde la tripulación de Apolo 8, cerramos con un buenas noches, buena suerte, feliz Navidad, y que Dios los bendiga a todos en la buena Tierra”.
Esta frase de bienaventuranza fue pronunciada el 24 de diciembre de 1968 por el astronauta Frank Borman desde la nave Apolo 8 mientras orbitaba la Luna. Junto con sus camaradas James Lowell y William Anders, Borman perteneció a esa camada de viajeros espaciales que prepararon el camino para futuras misiones, entre ellas, la que en julio de 1969 pondría el primer ser humano en la superficie lunar.
Tal vez esa haya sido la celebración de Navidad más atípica de la historia desde que la fecha fue instituida como fiesta máxima de la cristiandad.
Pero hubo otras no menos disruptivas.
NAVIDAD HELADA – En el hemisferio norte las fiestas de fin de año llegan con nieve y superficies heladas. Pero imaginar que un puñado de viajeros debió abrirse paso con dinamita a través de espesas capas de hielo para volver a casa es inimaginable.
Eso ocurrió en la Navidad de 1901. Los integrantes de la expedición polar norteamericana Baldwin-Ziegler habían intentado, sin éxito, llegar al polo norte. La meteoróloga líder de la misión, Evelyn Baldwin, decidió dar media vuelta pero no sin antes reunir a sus camaradas en una mesa navideña a bordo del barco “América” que los había llevado hasta allí. Fue una tenida muy curiosa porque la foto que la documenta tiene un aire de “última cena” de Leonardo, con 12 comensales en actitud reflexiva, casi de oración. Para volver a casa, el puñado de expedicionarios debió abrirse paso volando con dinamita el hielo que cubría el Ártico y la Tierra de Francisco José en la que habían sentado base.
VILLA NAVIDAD – “Y tenía por cierto que si aquella fiesta de Navidad pudiera estar en aquel puerto, viniera toda la gente de aquella isla que estimaba yo mayor que Inglaterra…”. Así se refería Cristóbal Colón, en el amanecer del 25 de diciembre de 1492, a los bajíos en los cuales encallara la Santa María frente a las costas de Haití que desde ese día se llamó La Hispaniola. Con la flota súbitamente disminuida, el almirante decidió reutilizar los restos de su pobre nao para construir el que sería el primer asentamiento colonial en el nuevo continente. Lo llamó Villa Navidad. Consistía en un recinto fortificado, con foso defensivo y torre de vigilancia. Colon dejaría allí una dotación de 39 oficiales y marinos -los que habían venido con la Santa María- un poco movido por la necesidad de marcar territorio para la Corona y mucho porque en las dos naves restantes no había lugar para los 87 tripulantes.
Así, tras las angustias del naufragio, las celebraciones de la primera Navidad que conoció el nuevo continente alcanzaron toda la solemnidad que le permitieron las privaciones y escaseces derivadas de un viaje que lo había consumido todo.
BOMBAS EN NAVIDAD – El rumor entre los pilotos de la Real Fuerza Aérea británica en diciembre de 1943 era insistente. “Se acaba, esta es la última misión…”, frases como éstas corrían de boca en boca y todos ansiaban que se convirtiera en realidad antes de que el año terminara. La mañana del 24 de diciembre el parte semanal de bajas había sido aterrador: 137 pilotos y 19 bombarderos perdidos en misiones sobre Alemania y territorios ocupados.
Para Miles Davies, enganchado en la RAF seis meses antes, cada lista pegada en la puerta de acceso al casino de oficiales era un escalofrío premonitorio. A él le tocaría, esa noche, operar el mecanismo de bombardeo del Lancaster B-IV que volaría sobre las rampas de lanzamiento de bombas V1 instaladas en algún lugar de la península de Cherbourg, en la Normandía francesa.
El vuelo fue tranquilo. Pero a 50 millas de tierra firme, una espesa capa de nubes salió al encuentro de la escuadrilla de 12 bombarderos pesados. “Las tinieblas y las nubes nos forzaron a bajar casi hasta ras del suelo para ubicar las rampas antes de descargar las bombas” recordaría años más tarde Davies en su biográfico “Why I couldn’t” (Por qué no pude hacerlo). Las rampas de misiles fueron finalmente halladas, pero a todos se les heló la sangre al comprobar que muy cerca había una gran isla de luces con gente que sin duda estaba celebrando la Nochebuena, con árboles adornados y gente paseando. El intenso ruido de los motores no permitía oír otra cosa pero todos, sin excepción, creyeron escuchar un lejano sonido de villancicos.
“El piloto hizo un largo giro para recuperar altura y encarar finalmente el blanco -escribió Davies-. Minutos después volábamos sobre el lugar que habíamos marcado. En mi visor de bombardeo apareció en forma intermitente aquel sitio convertido en un diminuto punto de luz en la oscuridad. Allí estaban las bombas volantes de Hitler que destruían ciudades y masacraban ingleses. Pero también había niños franceses corriendo tras luces de colores y gente cantando al pie de arboles llenos de guirlandas. Quité el seguro de bombardeo y aferré la palanca. Fueron unos pocos segundos que me parecieron horas. Pero… no pude hacerlo. Volví a poner el seguro y me recosté en el asiento, sabiendo que detrás de nosotros, ninguno de los 11 aviones restantes soltaría su carga letal si nosotros no lo hacíamos. Luego pusimos rumbo a casa”.
Davies enfrentó un consejo de guerra, fue degradado y expulsado de la fuerza. Había sido víctima de un típico ardid nazi: rodear instalaciones militares estratégicas con población civil para disuadir ataques aéreos. Hostigado por camaradas que lo calificaron de cobarde y traidor, Davies debió sufrir una posguerra llena de humillaciones. Pero jamás se arrepintió de lo que hizo aquella noche de diciembre de 1943. “Eran niños, luces, arboles adornados y seguramente villancicos y algún pastelillo arrancado a las privaciones de la guerra. ¿Arrojar bombas en medio de una fiesta? Simplemente, no pude hacerlo”.
Un milagro de Navidad, de los muchos que hubo en aquella locura colectiva llamada Segunda Guerra Mundial.