Por Cristian Nielsen
La feria de comidas tuvo lugar en las inmediaciones del obelisco de Buenos Aires, sitio emblemático para los habitantes de la urbe rioplatense. Como pocas veces antes, la exhibición, degustación y venta de platos típicos contó con una profusa cobertura de medios masivos y, sobre todo, de esos canales que abundan en las redes sociales y que cuentan historias que de otra manera pasarían desapercibidas.
Una gastrónoma que estaba al mando de un stand de productos de cocina a base de maíz invitaba a la concurrencia a saborear “dos típicos platos de la gastronomía argentina, el chipá y la sopa”.
Pensé que, en algún momento, mencionaría el origen del nombre y se referiría al chipá guasú y a la sopa paraguaya. Pero no. Nada de eso ocurrió mientras los parroquianos, a quienes poco habría interesado en tema del origen y mucho menos el nombre completo del plato, preferían deleitarse con unas buenas porciones del apetitoso bocado antes de que se enfriara y perdiera algunas de sus virtudes.
LA SOPA DURA
La leyenda dice que la aparición de la sopa paraguaya se produjo en los días de Carlos Antonio López, quien gobernara el Paraguay entre el 14 de marzo de 1844 y el 10 de setiembre de 1862. Entre sus numerosas actividades como maestro, abogado, periodista y finalmente, presidente de la República, don Carlos acostumbraba regalar su paladar con las abundantes refecciones que le proporcionaba su machú, de muy buenas artes culinarias.
Dicen que al padre del Mariscal le gustaba mucho el tykuetï o sopa blanca, potente receta elaborada a base de leche, queso, harina de maíz y huevo. Parece que un día, a la cocinera se le fue la mano con la harina de maíz y el resultado fue un compuesto espeso y gelatinoso, impresentable ante su exigente patrón. La mujer no se desanimó y salió del paso -asegura la anécdota- volcando la mezcla en una sartén de hierro que metió luego en el tatakuá. Algo salvaría de su pifiada, pensó la doña. El resultado fue sorprendente, un delicioso y consistente pastel dorado en la superficie y aromático y esponjoso en su interior. Así alumbraría al mundo la sopa de don Carlos.
Pero claro, donde hay maíz hay harina y donde hay harina de maíz, hay subproductos de todas clases. Citaré solo uno de ellos, las “tortitas de maíz” que en Puerto Rico requieren no sólo harina sino también grasa de cerdo, sal, azúcar (sí, azúcar) y manteca. La combinación da una masa muy plástica con la que los portorriqueños modelan unas pequeñas tortas redondas que fríen luego en abundante aceite. Es un platillo tan popular como en México lo son las tortillas y, en el Paraguay, la chipa.
MANJAR DE LOS DIOSES
Una anécdota muy similar a la de don Carlos está asociada a la aparición del dulce de leche en la Argentina. Dicen que fue en 1829, cuando los caudillos militares Juan Lavalle y Juan Manuel de Rosas hicieron un alto al fuego en medio de la guerra civil y se sentaron a conversar en un sitio llamado Cañuelas, en las afueras de Buenos Aires. Mientras ambos contendientes pactaban los términos de un armisticio, la criada de Rosas preparaba una mezcla de leche con azúcar que por entonces llamaban “lechada” y que reemplazaba el agua caliente en el mate amargo. Pero vaya uno a saber por que razón, la lechada se pasó de punto y cuando fue a servirla, la frustrada sirvienta se encontró con una pasta marronácea imposible de usar.
Cuando iba a deshacerse del menjunje, Rosas la detuvo y pidió probar aquella crema, cuyo sabor dulzón y su consistencia capturaron de inmediato su paladar. De más está decir que a partir de allí, al caudillo de la “Santa Federación” no le podía faltar su potecito de dulce de leche, incluso durante su exilio de Southampton, en el sur de Inglaterra.
La anécdota es digna de ser contada pero no asegura el origen del dulce de leche. Según el periodista Victor Ducrot, la golosina tuvo su origen en la Capitanía General de Chile en donde se lo llamó manjar, palabra de origen catalán que significa “comer” y que los italianos transformarían en “mangiare”. Otros escritores e historiadores han encontrado rastros aún más antiguos sobre el origen del dulce de leche. Daniel Balmaceda asegura que la mezcla de leche y miel de caña dulce proviene de Indonesia, luego introducida a Filipinas y de allí llevada por los españoles al nuevo continente.
Se dice, finalmente, que el Ayurveda, una suerte de medicina alternativa originada en la India, recomendaba el “rabadi” como reconstituyente de la salud, transformado luego en un postre muy común en la gastronomía india actual, llamado “rabri”.
De aquí, de allá o de todas partes, lo importante es que el sabor, no el nombre, es el que termina subyugando paladares.
Buen provecho.