Un título que le queda grande a un poder lleno de zafios e improvisados.
Tendrán que pasar aún muchos años antes de que logremos llegar a un Congreso con el suficiente grado de madurez como para tratar con solvencia y eficacia los asuntos más graves de la República. El clima que se ha estado viviendo con la puesta en marcha del juicio político a la Fiscal General del Estado ha trasitado todos los estadíos, desde un intento serio de conducir un debate prolijo y productivo hasta las más grotescas prácticas del insulto grosero y descalificante.
Se sobreentiende que una de las formas de patear el tablero y volver inviable un acto legislativo es apelar al discurso agresivo, confuso y desviado hacia cualquier dirección con tal de trabar cualquier avance en el accionar parlamentario. Aunque sucio y condenable, es un recurso de la política de baja calidad para impedir que determinados procesos legislativos lleguen a término.
En el arranque de la sesión extraordinaria abierta el domingo pasado se escucharon despropósitos de toda clase, desde insinuaciones de conductas personales supuestamente reprochables hasta la difusión de comunicados fraguados con el fin de apelar a pertenencias religiosas que nada tienen que ver con la marcha de la República que desde 1992 se abrazó al Estado laico.
Un juicio político genera una enorme expectativa. Reclama, a la dirigencia sus mejores mentes porque debe ser siempre un ejercicio riguroso de potestades que, llevadas a término con ajuste a los procedimientos previstos en la Constitución, producen un efecto directo en la vida democrática y da lugar a cambios inmediatos y profundos en la vida de las naciones.
Sin embargo, pese a la solemnidad de un acto de importancia institucional, muchos políticos optan por devaluarlo apelando a los recursos más bajos para cobrarse cuentas personales y pasando a un segundo plano el objetivo fundamental de la convocatoria.
Salvo algunos pocos legisladores que hicieron el intento de honrar el clima formal que requiere un juicio político, la gran mayoría derrapó en anécdotas de pésimo gusto, utilizando el lenguaje propio de las reyertas prostibularias, obligando una y otra vez a la presidencia de la cámara a enrostrar a camorreros y buscapleitos el reglamento interno.
El pomposo rotulo de “honorable cámara” todavía le queda grande a un poder constitucional degradado por zafios e improvisados. Ojalá el próximo periodo se sacuda de esta polvareda que lo degrada.