Estaba sentada en una cafetería sobre la extensa avenida Reforma, esa donde convergen edificios exuberantes, nueve glorietas cada una con su historia, y un hermoso Ángel dorado que se erige en la superpoblada Ciudad de México. Fui a hacer unos trámites que pensé, me llevaría más tiempo pero que se pudo resolver con prontitud. En el parquímetro sobraban los minutos y en mis adentros, las ganas de una cita a solas.
Pedí un café con leche deslactosada, porque ya llegué a esa edad en la que el café negro me produce acidez, incomodidad estomacal y taquicardias en el corazón. Todo parecía ser una mañana en paz y serenidad, donde avanzaría unos capítulos de la novela que estaba leyendo en ese momento, y me regalaría una mañana conmigo misma.
De un momento a otro observo como sigilosamente un joven que no alcanzaría la mayoría de edad, roza su pelvis junto a mi hombro, pone una mano sobre mi pecho y simula un mal actuado tropiezo. Como primer instinto, Intento ayudar al caído, pero es más veloz que yo y en un abrir y cerrar de ojos, sale corriendo con mi bolso medio abierto entre sus diminutas manos. Me quedo helada. “‘¡Reacciona!” me digo a mis adentros, pero es lo que me pasa cuando estoy en una situación de vulnerabilidad y me abraza el miedo. “Helada una vez más Jessica María” repiten las voces en mi cerebro. Ahí con la quietud de mis miedos y la adrenalina que supone un robo tan rápido y astuto como el que estaba experimentando, pasaban los segundos como si fueran días o años. Hasta que el coraje y la rabia se hicieron palabra.
Grité con tanta fuerza que retumbó hasta en el baño, lo supe después porque el mesero me contó que los que andaban ahí dentro también salieron a mironear quien era la loca que bramaba como desaforada. “¡Me robó la bolsa!, ¡Me robó la bolsa ese desgraciado!”, gritaba entre otras malas palabras que no pienso repetir. El muchacho zigzagueando intentaba huir, pero esa mañana, la suerte no estuvo de su lado. A pocos metros del lugar una policía, con un violento golpe de cachiporra lo tira al suelo, desparramando todo lo que venía dentro de mi bolsa. Labial, billetera, unas facturas viejas, el lado de un arete perdido y las llaves del coche. Medio humillada, pero más enojada, con las manos temblorosas fui recogiendo y guardando cada cosa. Mientras gritaba al jovén “¡me robaste y me tocaste!”
Ahora que lo pienso, no solo fue el robo, fue el roce de su sexo hacia mi cuerpo, fue su mano que sentí sobre mis senos, su olor, su mirada sinvergüenza que se cruzó con la mía y mi ingenuidad al colgar la bolsa en una silla. Fue mi falta de reacción, fue mi mañana en soledad que no sucedió. Fue mi café que se enfrió y mi bagel que no pude terminar de comer. Esos gritos fueron la suma de mil cosas que pasaban por mi cabeza, fue el coraje y desesperación en la punta de la lengua.