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Zona de turbulencia

Me ha tocado viajar mucho en avión. Unas cuantas veces por placer y otras muchas tantas por compromisos laborales. Es una actividad que no disfruto en lo absoluto, que trato de evitar a toda costa pues me genera estrés, nervios y muchísima ansiedad.

Todo se remonta a dos memorias. La primera a mis diez años, cuando víctima de un odontólogo alemán, tuve que acceder a que me extrajera unos cuantos dientes como parte de un tratamiento de ortodoncia ese que me daría la sonrisa colgate que tanto estaba de moda. Creo que no hay un sólo niño de los noventas que no haya atravesado por ese atroz procedimiento.

Recuerdo que moría de miedo. ¿Qué clase de experimento es este?, ¿por qué mis padres me hacen esto? me preguntaba mientras una jeringa adormecía mis encías preparándose para la extracción. No aguanté los nervios y de un salto corrí al baño a encerrarme. Tocaba mi nariz y mis mejillas pero no las sentía, la anestesia había hecho efecto, pero el pánico era más intenso. Del otro lado de la puerta, el doctor de casi dos metros de altura me hablaba con paciencia intentando que cediera “Mira Jessica, ya traes la anestesia puesta. Esto va a ser más rápido de lo que te puedas imaginar. Es como estar en un avión, ya estamos volando y en algún momento debemos de aterrizar”, esa analogía me hizo odiar los aviones, ¿qué necesidad tenía yo de “subirme a uno”? así estaba bien, no tenía ganas de aterrizar. Minutos después accedí con rostro de derrota, regresando a casa con gasas y sin varios dientes en la boca.

La segunda ocasión fue dentro de un verdadero avión, creo que era un embraer phenom. Despegamos seis pasajeros y dos tripulantes, todo pintaba de maravilla, cuando de la nada caímos en un pozo de aire y fuimos en picada. Tenía, hasta ese entonces, la mala costumbre de desabrocharme el cinturón una vez que la señal se apagara, ese día no fue la acepción. Mi humanidad entera se pegó al techo mientras intentaba sujetarme de algo que me regresara a mi asiento, observaba cómo en ese diminuto espacio todo empezó a tronar, golpearse y caerse. La velocidad con la que íbamos hacia tierra firme aseguraba una tragedia inmediata. “Ya está Jess, te vas a morir en un avionazo” pensaba mientras apretaba la mandíbula esperando la explosión final. Los pensamientos catastróficos más terribles dominaron mi cerebro. Imaginé el titular que saldría en algún periódico local, esperando que me encuentren entera y no por partes. Lógicamente no me morí ese día, los pilotos lograron controlar la aeronave, regresándonos a tierra firma y explicando que lo que vivimos, fue como caer de un edificio de ochenta pisos en menos de veinte segundos.

Todavía a mis más de treinta años tengo esas memorias vivas. Recordándome porque odio ir al dentista y detesto los aviones. También para repetirme mil veces que “cuando te toca ni aunque te quites, y cuando no te toca ni aunque te pongas” y aquel no era mi día. Ahora bien, por desgracia o bendición, muy pronto me vuelvo a montar en un avión y los temblores ya empezaron en mis rodillas.

Jessica Fernández Bogado
Jessica Fernández Bogado
De un país pequeñito llamado Paraguay, viviendo en un país enorme llamado México. Hablo mucho y escribo más. TW & IG: @Jessiquilla

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