Todos alguna vez hemos oído esas típicas e inoportunas frases, sean en reuniones
familiares o en la oficina, esos dichos cargados de cierta intención: “¿y para cuándo lo
tuyo?”, o “a tu edad ya deberías de…”. Estos comentarios son solo la punta del
iceberg de una presión social constante que ordena los hechos vitales que debemos
vivir. Sirven de recordatorio de un cronograma rígido y arbitrario que la sociedad
impone al individuo.
Este hecho no solo condiciona la autonomía personal, sino también genera una
ansiedad silenciosa y paralizante. La idea de ir contra contrarreloj, de no estar al nivel
de lo que los demás esperan. Es algo que puede nublar el juicio y llevar a uno a tomar
decisiones apuradas para convencer al resto y no por convicción propia. La vida se
vuelve entonces una carrera para alcanzar metas que quizás ni realmente deseamos o
necesitamos.
Lejos de ser un impulso para bien, esta presión disfrazada de preocupación solo
perpetúa modelos únicos de éxito. Mantiene la idea de que alguien vale según su
estado civil, su profesión o sus pasatiempos, ignorando por completo la variedad de
proyectos y aspiraciones humanas. Se construye así un esquema de normalidad que
margina a quienes buscan un camino diferente.
Es urgente desmontar estos mandatos colectivos y reclamar el derecho de vivir a
nuestro propio ritmo. La única madurez social consiste en comprender que no hay un
solo camino, sino tantos como individuos. Validar las decisiones ajenas fortalece la
empatía y reduce el daño emocional. La verdadera sabiduría está en reconocer que
los plazos sociales no nos ayudan a vivir con propósito y libertad.

Licenciado en ciencias politicas (UNA), editor, comunicador, productor y editor de contenido creativo para medios de comunicacion e intereses particulares