La inocencia era aquel refugio en donde todo aún nos parecía justo y puro; en ese
entonces, las sombras todavía no comenzaban a opacar el hecho de que, quizá,
éramos los niños más felices. Cuesta creer que su pérdida no fue en un solo instante,
sino que se trató de un lento despertar de contradicciones en nuestra vida. Un día,
descubrimos que las promesas no siempre se cumplen y que la bondad no es
recíproca.
Por lo general, para el mundo en sí, este despertar suele llegar con la traición o la
decepción. La realidad misma que nos toca vivir, si es que nos fijamos en la mayoría
de las noticias, pueden acelerar el este proceso. Entonces, ya no hay vuelta atrás, y
quien ha visto la complejidad del mundo no puede fingir que la ignora. La inocencia se
convierte en un eco lejano, nostálgico, como si nunca hubiésemos contado con ella.
No obstante, incluso con esa pérdida también hay crecimiento. Al madurar, dejamos
atrás la visión simplista de la infancia para desarrollar responsabilidad y autocrítica.
Pero, hay que recordar que la verdadera sabiduría no está en deshacernos por
completo de la inocencia, sino en equilibrarla con conciencia de lo que somos
capaces, tanto para el bien como para el mal.
Quizá al final, la pérdida de la inocencia sea un dolor necesario por el que todos los
humanos atravesamos, para desarrollar nuestro carácter. Aprendemos que la vida no
es color de rosa, pero que tampoco todo es blanco y negro. Aunque ya no podamos
creer en la perfección y la pureza, si podemos elegir preservar la esperanza en que lo
mejor siempre está por venir.

Licenciado en ciencias politicas (UNA), editor, comunicador, productor y editor de contenido creativo para medios de comunicacion e intereses particulares