O el amanecer nuclear de la Humanidad.
Por Cristian Nielsen
Carrol es una pequeña ciudad del estado de Iowa, en el medio oeste de EE.UU. Allí comenzó la historia. En 1912, Paul Warfield Tibbets y Enola Gay Hazard decidieron unir sus vidas. Tuvieron dos hijos, Paul y Barbara. Tibbets era un comerciante de pastelería con un implacable sentido de la disciplina. Impuso a su hijo la carrera de medicina pero a Paul le fascinaba la aviación. En diálogo con el periódico inglés The Guardian, Paul reveló que su padre odiaba los aviones y las motocicletas. Cuando le dijo que iba a dejar la universidad para entrar a la Fuerza Aérea para volar aviones de combate, lo que recibió fue una durísima advertencia. “Te he mandado a la escuela, te he comprado automóviles, te he dado dinero para que salgas con chicas… pero a partir de ahora estás solo. Si quieres suicidarte, adelante, me importa un bledo”.
Aquel portazo brutal de su padre lo hizo tambalear por un momento. Paul, según confesó más de una vez, no se veía como médico. “Sólo pensaba en aviones, esa ibra a ser mi vida” aseguró al periódico británico.
DIRECTO A LA USAF
Pronunciada la sentencia paterna, Enola llevó a su hijo aparte y le susurró al oído: “Paul, si quieres ir a pilotear aviones, hazlo, todo va a estar bien”.
De hecho, así fue. El joven dejó de inmediato la universidad y se enroló en la US Air Force Su debut como piloto militar fue en la campaña de África en donde comandó escuadrones de B-17, las fortalezas volantes con las que EE.UU. se abriría paso, años después, en los escenarios europeos. Tibbets se hizo de una sólida reputación de eficiencia y temple aún en las situaciones de combate más peligrosas. Eso le valió que en septiembre de 1944 fuera convocado para entrenar tripulaciones destinadas a un nuevo tipo de bombardero, el B-29, capaz de volar a 9.700 metros de altura, fuera del alcance de los mortales Mitsubishi Zero japoneses.
Para entonces, el proyecto Manhattan avanzaba a pasos acelerados hacia la construcción de un explosivo de alto poder destructivo, la bomba atómica. Tibbets ignoraba todavía ese detalle. A él se le había destinado especialmente el Grupo de Operaciones 509, que debía desarrollar buena experiencia en combate pero, por sobre todo, ensayar una maniobra que dejaría con la boca abierta a los tripulantes de los flamantes B-29.
VUELO LOCO
En la US Navy de la guerra fría, los tripulantes de los submarinos nucleares conocían una maniobra denominada Ivan Loco (el Loco Iván) que usaban los marinos de la URSS para desorientar a sus rivales. Consistía en un brusco giro que apartaba la nave de su curso para perderse en las profundidades y aparecer más tarde en otro lugar.
Los camaradas de Tibbets se vieron frente a algo bastante parecido. Primero el avión alcanzaba los 9.500 metros para encarar desde allí un vuelo recto y nivelado. En determinado momento, el comandante hacía sonar una chicharra y comenzaba una cuenta regresiva desde 100. Luego se escuchaba “diez, nueve, ocho”, etc. Cuando sonaba el cero, el avión giraba violentamente 45 grados e iniciaba una terrorífica picada que ponía los cuatro motores a pleno régimen haciendo estremecerse toda la estructura del avión que superaba, así, su velocidad máxima de 580 kilómetros por hora. Morris Jeppson, uno de los tripulantes que participó de aquellos ensayos, confesaría años más tarde que la maniobra los desorientó a todos. “Eran los vuelos más locos de los que jamás habíamos tomado parte antes. Sólo lo comprenderíamos el 6 de agosto de 1945”.
La explicación era simple, si se tenía toda la información. La idea era alejarse lo más rápido posible del punto cero de la explosión y eso, en plena era de los aviones a hélice, sólo podría lograrse con una caída controlada de la nave para sumar la gravedad terrestre a la potencia de los motores. Y lo más inquietante de todo era que tenían 45 segundos para ponerse a salvo. De lo contrario, serían evaporados en milisegundos.
ENTONCES, ENOLA GAY
El 5 de agosto de 1945, el Coronel Tibbets lo supo. El bombardeo de Hiroshima se haría al día siguiente. La eligieron porque la ciudad nunca había sido bombardeada. La bomba Little Boy estaba siendo instalada a bordo del B-29. Su superior inmediato le deslizó a Tibbets esta ominosa perspectiva: “Paul, ten cuidado con esta misión. Si tienes éxito, serás llamado héroe. Pero si fracasas, podrías ir a la cárcel”.
El piloto estaba frente a la silueta del B-29 en la que se destacaba, junto a los cristales del cockpit, el numero 82. Pensó que aquella cifra fría no significaba nada y que necesitaba poner la nave bajo la protección de algo más significativo y trascendente para él. Entonces, hizo pintar el nombre de soltera de su madre, Enola Gay.
Ese día, una hasta entonces desconocida ama de casa de Iowa quedó ligada para siempre con el amanecer nuclear de la humanidad.
Nada de leyendas, realidad pura y dura.