En estos confusos tiempos, veces somos conscientes de cómo la ignorancia es una
enfermedad que corroe los cimientos de la democracia y el progreso. A diferencia de
otras enfermedades, no es que se vaya fácil con el tiempo, se pone peor al
normalizarla. Resulta más dañina en esta realidad en donde todo tipo de información
está a un clic de distancia.
Hay que comprender que el acceso a la educación y a herramientas digitales no
garantiza sabiduría si falta pensamiento crítico. La mayoría confunde opiniones con
hechos o repiten consignas y mantras sin cuestionar su origen. La comodidad de creer
en supuestas verdades absolutas anula la curiosidad y el diálogo. La cosa se pone
peor al notar que no son unos pocos, sino muchos quienes usan la ignorancia como
bandera, orgullosos de despreciar el conocimiento, el arte y la ciencia.
Combatir este gran mal exige políticas públicas severas, pero también es necesaria la
responsabilidad individual. Los colegios y universidades deben de empezar a enseñar,
no a memorizar, y los medios de comunicación a informar con rigor. Cada uno de
nosotros debemos comprometernos con la tarea de dudar, leer y escuchar distintas
versiones de la historia. La verdad no siempre resulta cómoda, pero es el único
remedio contra la manipulación y el fanatismo.
Cerrar los ojos ante este problema solo hecha más leña al fuego, el resultado es que
cada día habrá más polarización, negacionismo y desigualdad. La historia nos
demuestra que las sociedades que desprecian el conocimiento, terminaron pagando
precios muy altos. La ignorancia no se cura sola; requiere de acción constante. Aún
estamos a tiempo de prender la luz de la razón ante la oscuridad del desconocimiento.

Licenciado en ciencias politicas (UNA), editor, comunicador, productor y editor de contenido creativo para medios de comunicacion o intereses particulares
