Censura, multas y cárcel para quienes hablen de guerra en Ucrania
La primera víctima en una guerra es la verdad. Este es un principio que se cumple rigurosamente cuando las armas reemplazan la diplomacia y los hombres entran en ese sendero de sombras magistralmente definido por el estratega alemán Carl von Clausewitz al decir que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”.
En la tarea de dorar la píldora, el autócrata ruso Vladimir Putin se proveyó apropiadamente de un buen arsenal de etiquetas para lo que estaba dispuesto a hacer desde hace años: anexarse Ucrania, un territorio indisolublemente unido a los orígenes de Rusia. Ya había empezado por Crimea, cuyos habitantes, en gran parte de origen ruso, habían pedido a Putin que los devolviera a la madre Rusia, cosa que el ex KGB hizo en 2014, con territorio y todo. La movida fue calificada por el Kremlin como “una decisión legítima e independiente del pueblo crimeo de reintegrarse a la Federación Rusa”.
OPERACIÓN ESPECIAL – Si el mundo creyó que Putin se conformaría con la península y su legendario puerto, Sebastopol, se equivocó. Inclinado sobre el mapa de Ucrania, el aspirante a nuevo “zar de todas las Rusias” fijaba ahora su mirada codiciosa sobre un país que concentra el 40% de las tierras agrícolas de Europa, reservas probadas de minerales como uranio y litio y expertis agropecuaria de clase mundial. Para apropiarse de semejante “bocatto di cardinale” territorial necesitaba dotarse de un argumento semántico y de un plan militar.
Lo primero se convirtió en una especie de cruzada mística. Sus asesores lo proveyeron de inmediato de suficiente artillería verbal. Por ejemplo, “las repúblicas populares de Donetsk y Luhansk son víctimas de persecuciones religiosas, étnicas y políticas por parte de la pandilla de drogadictos y neonazis empotrada en el Gobierno ucraniano”.
Para ir al rescate de ambas, el estado mayor de Putin preparó una “operación militar especial” que consistía en ocupar los dos territorios que juntos componen el Donbas, que aparte de estar poblado por rusos ortodoxos -38%-, da la casualidad de ser sede de la minería de carbón que sustenta el 30% de las exportaciones ucranianas y de las plantas metalúrgicas pesadas más importantes de Ucrania.
Ejecutada y comunicada con tan cuidadosa preparación semántico-militar, el mundo debía ver en aquella operación apenas algunos reajustes territoriales impostergables. Por añadidura, imbuido de una misión restauradora étnico religiosa, Putin encabezaba una cruzada pacificadora que tenía como destino el “enclave neofascista” de Kiev, que en el siglo XI ya era una ciudad señorial cuando Moscú no pasaba de ser un fuerte construido de troncos como defensa contra las invasiones mongolas.
Pero el mundo no entendió nada. Y llamó guerra a todo eso.
“OH, QUE BELLA GUERRA” – Sin aproximarse siquiera al musical Oh, what a lovely war–1969, los rusos plantean algo parecido al film del inglés Richard Attenborough, sólo que en lugar de la comedia liviana prefirieron la farsa grotesca. Un mandato del Kremlin prohíbe bajo amenaza de multas y clausuras, utilizar la palabra “guerra” al referirse a Ucrania. Los medios están sujetos a una estricta censura bajo el supuesto de que “existe, bajo la apariencia de mensajes fiables, información socialmente significativa que no corresponde con la realidad”.
Ni los diarios, y mucho menos la televisión, insertan fotografías o videos reportando la actividad del ejército en campaña. La “operación especial restauradora” o bien la “misión humanitaria” que llevan los soldados de Putin son relatadas en medio de una atmósfera idílica, sin muertos ni heridos, sin vehículos destruidos o ciudades arrasadas.
Para superar estas barreras, la tecnología aportó una poderosa herramienta. El pasado jueves 3 se viralizó un video en el cual un joven soldado ruso, capturado durante el asedio de Jarkov, pudo hacer una videollamada a su madre en Rusia y comunicarle que estaba bien y en manos de camaradas ucranianos que hasta le dieron de comer.
¿Truco mediático, fake news? Todo puede ser, hasta verídico, en una guerra que lleva el rol de las redes sociales a límites jamás antes alcanzados.
MENTIRAS Y BALAS – Entonces, Putin redobló la apuesta. El Parlamento ruso acaba de aprobar una ley que puede castigar con hasta 15 años de prisión a quienes “difundan intencionadamente información falsa sobre las fuerzas armadas rusas”.
Eso fue suficiente para las grandes cadenas instaladas en Moscú. Las norteamericanas CNN, CBS, ABC, NBC, Bloomberg y la británica BBC están dejando de transmitir información desde la capital rusa y mudando a sus corresponsales.
Sólo les queda a los ciudadanos rusos un refugio informativo, el canal Dozhd, conocido en inglés como TV Rain y que dice las cosas por su nombre. Su director, Mikhail Zygar periodista, escritor y cineasta nacido en Moscú hace 41 años, asegura: “No nos creemos eso que Putin asegura, que el pueblo ucranio sufre un régimen nazi y que por lo tanto debe ser liberado. Esta guerra tiene que terminar”. Y remata con esta sentencia: “Esta es una vergüenza que enfrentamos los rusos hoy y con la que también cargarán nuestros hijos y los que aún no nacieron”.
Se dice que una mentira puede ser más letal que una bala. Eso lo comprobamos los paraguayos durante la dictadura, cuando el régimen afirmaba, a quien quisiera oírlo, que en el Paraguay no había presos políticos sino delincuentes subversivos enemigos de la paz y de la unidad de la familia paraguaya. Así, centenares de conciencias libres murieron en las sombras. No necesitaron balas para silenciarlas. Sólo mentiras envueltas en forma de leyes liberticidas.
Tal como ocurre ahora mismo en Rusia.