Cuando hablamos de corrupción, más que un delito, nos referimos a un pecado que ha
acompañado a la humanidad desde sus inicios. No distingue ideologías, credos ni
lugares. Se infiltra donde sea que se encuentre el poder, en las instituciones públicas o
en las privadas, incluso en los actos cotidianos que parecen inofensivos: una coima
para evitar una multa, un favor a cambio de silencio, una omisión conveniente.
Esta clase de pecado no solo destruye la confianza ciudadana, sino que perpetúa la
desigualdad y la injusticia. Cuando los recursos públicos se desvían para enriquecer a
unos pocos, se condena a millones de personas a la pobreza, a la falta de acceso a
salud, educación y oportunidades. La corrupción no es solo un acto individual; es un
sistema que se nutre de la impunidad y de la indiferencia.
Lo más alarmante de todo y de lo que muy poco se habla últimamente, es su
normalización. En muchas sociedades, la corrupción se ha vuelto parte del paisaje
urbano o rural, una práctica asumida como inevitable. Pero aceptar la corrupción como
parte del “juego” es renunciar a toda ética, a la esperanza de un futuro más justo.
Para poder vencerla, se requiere más que leyes: es necesaria una transformación
cultural total. Necesitamos ciudadanos que no solo exijan transparencia, sino que
también la practiquen. Líderes que comprendan que el poder es un servicio, no un
privilegio. Y una educación que forme pensamiento crítico, no solo profesionales
eficientes.
La corrupción es un pecado eterno, sí, pero no es invencible. Su fin comienza cuando
cada uno elige no ser cómplice. Ya que la integridad, aunque silenciosa, también es
contagiosa.

Licenciado en ciencias politicas (UNA), editor, comunicador, productor y editor de contenido creativo para medios de comunicacion o intereses particulares
