Por Cristian Nielsen
El 10 de julio de 1940 comenzó el entierro formal del plan de Adolf Hitler de invadir Inglaterra, el último gran obstáculo en su majestuoso proyecto de copar Europa y fundar su imperio de los 1.000 años. Sus estrategas ya habían diseñado la operación León Marino (Unternehmen Seelowe) que pretendía desembarcar en las islas británicas un millón de hombres y 35.000 vehículos en menos de una semana. El fuhrer contaba con la debilidad de Inglaterra, tras la desastrosa campaña de la fuerza expedicionaria británica que había fracasado en su intento de contener a los alemanes en su fulminante invasión y conquista de Francia.
Efectivamente, los ingleses estaban muy golpeados tras salvar por un pelo a su FEB evacuándola, apenas un mes antes, en lo que se conoce como “el milagro de Dunkerque”. Casi inerme tras abandonar un inmenso material en las playas del norte francés, el ejército de las islas debió desempolvar artillería de los museos y movilizar su guardia civil de veteranos. Se venía aquello de “lucharemos en las playas, en los campos, en las colinas… jamás nos rendiremos” que había prometido Winston Churchill al oponerse, en la Cámara de los Comunes, a cualquier idea de negociar con Hitler. El primer ministro había augurado sangre, sudor y lágrimas para mantener intacto el territorio insular.
Su predicción estaba en camino.
ALBIÓN A LA VISTA
La historia dice que fue Plinio el Viejo, militar e historiador romano del siglo I, quien llamó Albión a la actual Inglaterra. Vistos desde las costas de Francia, los blancos acantilados de Dover presentaban a los conquistadores romanos un panorama apacible y atractivo a través del brazo de mar hoy conocido como Canal de la Mancha, pero que los ingleses prefieren llamar English Channel, o simplemente the channel.
El 10 de julio de 1940, el mariscal Herman Goering, comandante de la fuerza aérea nazi, contemplaba con júbilo desde los muelles de Calais aquellos farallones de inmaculada piedra caliza. La primera oleada de bombarderos, con su escolta de cazas, acababa de cruzar ruidosamente el canal con el objetivo de pulverizar las primeras líneas de defensa de las islas, en especial, las instalaciones de radar y los bunkers antiaéreos.
Goering le había prometido al fuhrer “barrer de los cielos en una semana” cualquier cosa que volara sobre Inglaterra que no fueran los Heinkel y los Stuka de la Luftwaffe.
Claro que el mariscal no contaba con los pilotos de la Royal Air Force. Ellos hicieron la diferencia.
UN GENIO DEL PAPEL
Detonado el conflicto el 1 de setiembre de 1939, Churchill no tardó en ubicar los puntos débiles de la coraza defensiva: la fuerza aérea. La verborragia política y la rigidez militar habían empantanado la producción de aviones. Harto, Churchill creó el ministerio de la construcción aeronáutica que puso a cargo de un tal Max Aitken, un canadiense fabricante de papel y fundador de periódicos. Horror. ¿Un civil prácticamente a cargo del arma aérea inglesa?
Pero el Primer Ministro ignoró las pullas que le dirigieron desde todos los rincones, en especial, desde los cerrados círculos militares. Prefirió que los hechos lo precedieran. El estado mayor de la RAF fue sorprendido, un mes antes del intento de invasión, con una entrega de cazas Hurricane y Spitfire muy superior a la calculada.
Piloteando aquellas hoy verdaderas leyendas de la guerra aérea, un puñado de boys levantó la muralla de voluntad contra la cual se estrellaron, una y otra vez, las novísimas armas del III Reich y, sobre todo, los tenebrosos planes de Hitler de dominación mundial.
CIUDADES MARTIR
La batalla de Inglaterra duró 110 días, arrancando el 10 de julio de 1940. En los puertos de Calais, El Havre y Cherburgo, 30 divisiones de infantería esperaban recibir la orden de embarcarse para cruzar el canal e invadir Inglaterra. Otras 20 estaban en camino a los muelles incluyendo tanques, artillería pesada y toda clase de vehículos de transporte. Pero para que ello sucediera primero habría de cumplirse la promesa de Goering: sacar del aire a la RAF y demoler las defensas aéreas. Ni una cosa ni la otra sucedieron.
Los Stuka eran bombarderos en picado que, una vez descargadas las bombas, servían muy poco para el combate aéreo. Eran pan comido para los Spitfire. El Messerschmit 109, el mejor caza alemán, tenía apenas 20 minutos de autonomía sobre las islas. Sólo quedaban los bombarderos Heinkel y Dornier, pobremente armados para repeler las furiosas embestidas de los ingleses que hicieron una buena carnicería entre aquellos catafalcos volantes. Aún así, ciudades como Londres, Birmingham, Belfast, Manchester y Plymouth fueron duramente castigadas. Coventry fue particularmente devastada al punto de que su tragedia acuñó el verbo coventrizar, sinónimo de destrucción masiva.
¡SPITFIRES!
Octubre llegaba a su fin y la “pérfida Albión” no mostraba signos de postración. Goering ya le había asegurado al fuhrer que la fuerza aérea inglesa estaba en las últimas. La realidad era que su propia Luftwaffe había sido sangrada a fondo sin alcanzar su objetivo: 1.150 bombarderos y 700 cazas yacían hechos cenizas sobre los campos ingleses o hundidos en el canal. Furioso, Goering arengó a sus pilotos y les preguntó qué necesitaban para quebrar la defensa inglesa. “¡Spitfires, Mariscal!” le espetó en la cara Adolf Galland, un as que contabilizaba el derribo de 104 aviones británicos.
Con el invierno a las puertas y el canal levantando olas de 15 metros, el sueño del león marino sucumbió. Los puertos fueron cerrados y las tropas que debían ocupar Inglaterra fueron redireccionadas hacia el este, donde les esperaba la bonita sorpresa de ir, ahora, por Rusia.
En Londres, silenciosa y sembrada de ruinas, Churchill puso en el pecho del puñado de héroes del aire la mejor de las condecoraciones:
“Jamás, en la historia de los conflictos humanos, tantos le debieron tanto a tan pocos”.