Por: Cristian Nielsen
No es la primera vez que los rusos subestiman un escenario bélico. Ya lo hicieron antes y les costó sangre y muchos recursos salir de la encerrona en la que ellos mismos se metieron. El atasco que sufren en Ucrania, el repliegue táctico de sus fuerzas expedicionarias y la reprogramación de objetivos se parecen mucho al revés que sufrieron hace mas de 60 años al intentar capturar Finlandia, un país que a lo largo de los siglos fue territorio de disputa entre suecos, rusos y alemanes.
Fue en 1939. Por entonces, Rusia era el corazón de la inmensa Unión Soviética y la Segunda Guerra Mundial estaba cobrando velocidad. Al abrigo del pacto de no agresión firmado entre Berlín y Moscú un mes antes de que Hitler invadiera Polonia, Stalin decidió apropiarse de Finlandia mientras la Alemania nazi se ocupaba de la pieza mayor, Francia, que caería al año siguiente.
Moscú esperaba capturar Helsinki en un par de semanas. Lo que siguió, en realidad, fue una pesadilla para un ejército poco preparado para lo que se le vendría encima.
FINLANDIA MARTIR
En su historia moderna, Finlandia fue parte de Suecia hasta que en 1809 Rusia se la anexionó pasando a ser el Gran Ducado de Finlandia. Pero en 1917 el imperio zarista se desintegró y el país pasó a ser un estado independiente. Ese carácter le costó muchas convulsiones, como la guerra civil de 1918 y los tres conflictos que la sacudieron durante la II Guerra Mundial.
Stalin, tal vez el dictador más sanguinario de la historia de la URSS, había estado muy activo fagocitándose los estados bálticos más vulnerables, Estonia, Letonia y Lituania, con los cuales firmó sendos tratados de asistencia mutua. En la jerga estaliniana, eso significaba sojuzgamiento político y aporte de sangre fresca a la creciente maquinaria bélica de Moscú.
Sólo le quedaba Finlandia para completar sus costas sobre el Báltico y despejar la visual a Leningrado, la otrora San Petersburgo de Pedro el Grande. Stalin intentó apoderarse del país por las buenas, imponiéndole primero un gobierno títere al que le hizo firmar el mismo pacto impuesto a sus tres desdichados vecinos. La maniobra no logró convencer a la moribunda Sociedad de las Naciones que, al decir del historiador francés Raymond Cartier, “amputada de Alemania, Italia y Japón, viuda de Estados Unidos desde su nacimiento”, observaba beatíficamente los acontecimientos desde la idílica Ginebra.
En ese momento surge la figura del mariscal Mannerheim, un héroe de la resistencia finlandesa que planta bandera, desconoce el gobierno contrabandeado por el dictador soviético y se atrinchera para esperar la embestida.
Entonces, Stalin dio la orden: “Avancen sobre Helsinki”.
¿AVANCE? ¿QUÉ AVANCE?
Tanto subestimó Stalin a los finlandeses que ni siquiera movilizó fuerzas importantes. Se limitó a despachar una guarnición que custodiaba Leningrado, compuesta por una milicia con poco entrenamiento, la mayoría campesinos que odiaban en secreto al estado soviético y sólo esperaban cumplir el servicio para volver a sus pequeñas granjas y a sus familias.
Del otro lado los esperaba un ejército pequeño de 30.000 hombres, 60 tanques obsoletos y un centenar de aviones que más que una fuerza aérea parecía un circo volador. Pero fue esa pequeña fuerza la que, en primera instancia, frenó la invasión.
El relato de Cartier impresiona por la precisión de detalles y fuerza descriptiva. La presuntuosa “línea Mannerheim” era una cadena de trincheras y refugios construidos con troncos sacados de los bosques linderos. Los rusos lanzaron contra ella sus tanques, pero los defensores les ubicaron enseguida un defecto en la coraza, una placa de blindaje que se ponía al rojo vivo al encender el motor. Allí iban a estrellarse las botellas de gasolina y todo el vehículo estallaba en llamas incinerando a sus ocupantes. Stalin despacha más fuerzas, esta vez profesionales, que se dividen en columnas para avanzar trabajosamente por serpenteantes senderos cubiertos de nieve. Los finlandeses las detienen brutalmente haciendo saltar los vehículos de avanzada llenos de soldados. Los convoyes quedan paralizados mientras los hombres de Mannerheim los acosan por los flancos. La infantería que los sigue queda atrapada en la nieve. Los hombres mueren ametrallados o de frío por centenares. “Calzados con esquíes -describe Cartier-, vestidos de blanco y alimentados con leche, los finlandeses parten en trozos esas orugas procesionarias que el mando soviético aventura por su suelo”.
AYUDA TARDIA
Al minúsculo ejercito inicial se suman muy pronto 300.000 voluntarios. La resistencia se endurece y la gesta heroica de Finlandia resuena en el mundo. Francia se apiada de los mártires del Artico y decide apoyarlos enviando armas que, en realidad, son verdaderos cargamentos de chatarra: fusiles dados de baja en 1915, ametralladoras que se traban tras el primer disparo, algunos anticuados cruceros de la Primera Guerra Mundial y aviones que no servirían ni para práctica de tiro. En suma, nada que pudiera oponerse al material superior que moviliza la URSS. Sólo el valor indomable de los esquiadores camuflados hace la diferencia.
En ayuda de la resistencia viene, al menos como consuelo, un botín inesperado. Los valerosos guerreros de la nieve capturan a muchos invasores y de los muertos rescatan cartas dirigidas a sus lejanas familias. Algunas relatan historias desgarradoras, de campesinos que deben vender su escaso ganado por no poder alimentarlo mientras ellos mismos mueren de hambre. Allí, en tierra extraña, sucumben a sus heridas y al frío que todo lo paraliza. Muchos prefieren morir a rendirse y exponer a sus familias a las represalias de Stalin.
Olvidada por Occidente, Finlandia tiene finalmente que ceder a la fuerza y firmar con la URSS el consabido tratado de mutua cooperación, que consistía en ceder el 10% de su territorio y pagar deudas de guerra.
Sólo la desintegración de la URSS en 1991 libraría al país de aquellos yugos que la sojuzgaban. Desde entonces, Finlandia vive en paz, tanto que la ONU acaba de citarla como el país más feliz del mundo. Puesto merecido tras semejante historia de violencia y padecimientos.