Puedo estar seguro de que la mayoría de ustedes comienza el día con una alarma
que les interrumpe el sueño, y de ahí a lo de siempre. Todo parece una carrera contra
el reloj, un desfile de obligaciones que parecen no tener fin. La rutina diaria, lejos de
brindar estabilidad, puede convertirse en una fuente constante de molestia, fastidio y
obviamente de sufrimiento. No se trata solo de repetir acciones, sino de sentir que no
se encuentra algún sentido, y eso ya es peor que cualquier cansancio acumulado.
Hay que entender que lo verdaderamente molesto no siempre es lo inesperado, sino lo
repetido: el tráfico interminable, las conversaciones vacías, los errores que se repiten
en el trabajo, la presión social por aparentar normalidad. Incluso los pequeños
eventos, una mirada incómoda, un comentario pasivo agresivo, un olvido que se
vuelve reproche, se suman como gotas que destruyen la paciencia humana.
La vergüenza también se cuela en esta rutina: por no cumplir expectativas, por el
deseo de aparentar estar “bien” o “normal”, al no poder encontrar alegría donde se
supone que debería haberla. Y así, lo cotidiano se convierte en una trampa silenciosa
que desgasta tanto al cuerpo como a la mente, enfermándolos de a poco para que al
final, sin uno darse cuenta, ya no tiene remedio.
Quizá nombrar lo molesto es el primer paso para resistirlo. Reconocer que algo
estorba, que algo cansa, que algo no está bien, es un acto de valentía. No todo
malestar es debilidad; a veces es la señal de que merecemos algo mejor. Tal vez no
podamos cambiar el mundo de golpe, pero sí podemos empezar por no callar lo que
nos incomoda. Porque incluso en la rutina más gris, hay lugar para una chispa de
cambio.

Licenciado en ciencias politicas (UNA), editor, comunicador, productor y editor de contenido creativo para medios de comunicacion o intereses particulares
