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Cuando la jornada se remataba en charlas, vino y parrilla

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Cristian Nielsen

“A vos, pibe, todavía te falta mucha calle y mucho kilombo”. No recuerdo con exactitud quien me dijo eso en los albores de mi rodaje por la redacción de La Tribuna, que fue mi diario iniciático.  Era, seguramente, algún pez gordo de El Gráfico o Clarin, porque con frecuencia pasaban por Asunción periodistas extranjeros, casi siempre comentaristas o relatores deportivos argentinos que solían ser invitados seguros de José Antonio Bianchi, Julio del Puerto o Fernando Cazenave.

Los lugares donde recalar no eran muchos en aquellos días, pero eran lo que se dice, emblemáticos. Tiempos en los que se podía caminar por la calle a las 2 de la madrugada sin el peligro de ser asaltado o acuchillado. Había otros riesgos, como por ejemplo, caer en alguna redada policial luego del trabajo de “inteligencia” de la denominada “guardia urbana” que tenía imperio sobre los ciudadanos al estilo de los “colectivos chavistas” de la Venezuela de hoy.

Dice la anécdota que dos ingenieros de una petrolera tejana que operaba en el Chaco fueron interceptados cierta noche por una patota de la “guardia”. Los yanquis, acostumbrados a lidiar con brocas de 150 kilos y cañerías de acero, redujeron en un santiamén  a los dos alfeñiques a quienes, como corresponde a ciudadanos honestos, llevaron hechos giñapos  hasta una comisaría cercana en donde los depositaron. “Hombres malos” farfullaron ante los atónitos oficiales de guardia. Claro, no podían entender que esos tipos armados y agresivos no eran asaltantes sino parte de la policía política del régimen.

EL PANUNCIO Y EL RUBIO

El aguantadero más popular entre la comunidad de periodistas era el Bar Juventud, ubicado en la esquina de Eusebio Ayala y 22 de Setiembre. Se lo conocía como “el Panuncio”, porque había tomado el nombre de su fundador, Panuncio Espínola. Allí no había mucho refinamiento. Una docena de mesas en la terracita que daba a la avenida y un salón cerrado saturado con los aromas de la cocina aledaña. Cerveza nacional, vinos plebeyos –Toro Viejo, Bordolino, Patagón en envase de cartón, etc.- y los consabidos whiskies de la época, “etiqueta negra”, Caballito Blanco y, para los exquisitos de faltriquera gorda, Chivas Regal u Old Parr. Para comer, bife a caballo, milanesa con ensalada mixta o parrillada completa. Ah, y la infaltable “picada” de chorizo, morcilla y mandioca para inaugurar la tenida y entrar en materia.

Pero tal vez lo más importante era que Panuncio no cerraba nunca, fuera la hora que fuere. Y eso era extremadamente importante para parroquianos que se ensarzaban en profundos debates en los que se resolvían todos los problemas del país, incluidos los más caros, los del fútbol.

En aquellos afanes nos sorprendía la madrugada, en los felices días en que los taxis abundaban y el tiempo era barato.

Pero no eran los únicos lugares en donde terminar una jornada de redacción. Muy cerca del viejo edificio de La Tribuna estaba el bar El Rubio, en General Díaz y Colón. Al igual que en el Panuncio, en ese recinto de la noche hacían tiempo los artistas a la espera de algún pedido de animación musical o una serenata encargada por algún galán animado tras una ronda de copas.

PASTAS Y PESTOS

Con el tiempo se fueron agregando dos sitios más. Uno de ellos, la Cantina Napolitana, instalada en un viejo caserón de tipo colonial de la calle General Díaz a un par de cuadras de Chile.

Los muchachos se habían inventado un lindo rebusque llamado “Cene con La Tribuna”, dedicado exclusivamente a personajes del deporte, jugadores, entrenadores y directivos del futbol. El contrato era una doble página semanal con alguna estrella rutilante a cambio de cena para seis. Allí se comía la mejor pizza y las mejores pastas de esos días.

Más tarde se sumó Garufa, otra cantina pero esta vez instalada sobre la Avenida Quinta, frente al Cerro Porteño. Su regidor era Don Ricardo, que recibía a los comensales saludándolos desde un mostrador ubicado a la misma entrada, a un costado de las parrillas. Si era invierno y tenías ganas de sacarte el frío, en Garufa podías encontrar la mejor buseca de la ciudad. Cocinada a base de mondongo, garbanzos, papas y cebolla de verdeo, aquel potaje alcanzaba, con los condimentos de don Ricardo, un octanaje impresionante. También era posible pedir tallarines al pesto, una especialidad difícil de encontrar en otra parte. Y si eras habitué y gozabas de la simpatía de su propietario, al salir de la cantina podías llevarte a tu casa una botella de un litro llena de delicioso pesto.

Con semejantes escenarios, las charlas de sobremesa alcanzaban extensiones transcontinentales y sin reloj.

Viejos microclimas que se baten en retirada ante el avance incontenible de los patios de comidas y los catedrálicos recintos en cuyas naves, acondicionados e iluminados, surgen los coquetos cafés y restó para refugiar a la neo bohemia asuncena.

Tiempos y costumbres.

Equipo Periodistico
Equipo Periodistico
Equipo de Periodistas del Diario El Independiente. Expertos en Historias urbanas. Yeruti Salcedo, John Walter Ferrari, Víctor Ortiz.

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