Hoy día en una sociedad que glorifica la productividad, el burnout, o agotamiento
extremo, se ha convertido en una epidemia silenciosa. No se trata simplemente de
estar cansado; es una erosión profunda del bienestar físico, emocional y mental. La
persona deja de sentirse motivada, pierde todo sentido de propósito y se convierte en
una sombra de sí misma. En otras palabras, es el precio invisible del rendimiento.
El problema no es únicamente las largas jornadas laborales, sino el contexto en que
se las celebra. Se premia al que responde correos a medianoche, al que nunca se
desconecta, al que vive para trabajar. Esta mentalidad, lejos de incrementar el éxito,
diezma la creatividad, reduce la eficiencia y destruye la salud del trabajador.
El burnout no discrimina profesiones o culturas. Afecta al médico que salva vidas en
zonas de guerra, al docente que forma futuros en países subdesarrollados, al
emprendedor que persigue sueños en el primer mundo. Y aunque sus síntomas, fatiga
crónica, insomnio e irritabilidad, son cada vez más reconocidos, aún se subestima su
impacto en la mente.
Combatirlo con efectividad requiere más que pausas ocasionales. Implica restructurar
todo el sistema: fomentar ambientes laborales saludables, respetar los límites
personales y valorar el descanso del empleado como parte del rendimiento. También
es necesario que cada individuo se reconozca como ser humano y se permita darse
un respiro sin culpa alguna.
El burnout no es señal de debilidad, sino de que algo no está funcionando como debe
ser. Ignorarlo es perpetuar un modelo obsoleto e insostenible en un mundo moderno.
Reconocerlo es el primer paso hacia una vida más equilibrada, donde el éxito no se
mide solo en logros, sino también en bienestar del ambiente laboral.

Licenciado en ciencias politicas (UNA), comunicador, productor y editor de contenido creativo para medios de comunicacion o intereses particulares
