Cristian Nielsen
“La república no precisa científicos. No se puede detener la acción de la justicia”. Oída esta frase, el verdugo de París soltó la cuchilla de la guillotina y la cabeza cayó en un canasto bañada en sangre. A pocos pasos, el físico, matemático y astrónomo italiano J. L. Lagrange pronunciaría este responso: “Bastó un momento para cercenar su cabeza. Ni cien años serán suficientes para dar otra igual”.
Era el 8 de mayo de 1794, hace hoy 228 años. La cabeza que yacía al pie de la tenebrosa guillotina era la de Antoine-Laurent de Lavoisier, químico, biólogo y economista francés considerado el padre de la química moderna. Sus aportes a la investigación y al método científico fueron tantos y tan relevantes que sería imposible enumerarlos de una vez.
Lavoisier tenía 50 años cuando fue llevado al patíbulo en la Plaza de la Revolución, hoy Plaza de la Concordia. Pero, ¿qué había hecho el científico para merecer semejante muerte?
MONÁRQUICOS EN LA MIRA – Lavoisier era miembro de la Academia de Ciencias de Francia fundada en 1666 para “animar y proteger el espíritu de la investigación y contribuir al progreso de las ciencias y sus aplicaciones». El parisino ya había registrado una serie de descubrimientos y enunciados que estaban revolucionando por completo el mundo de la investigación.
Casi nada: estudios sobre la oxidación de los cuerpos, el fenómeno de la respiración animal, el análisis del aire, la ley de la conservación de la masa o ley Lomonósov-Lavoisier, las características y comportamientos físicos del calor y una descripción muy detallada de la fotosíntesis clorofiliana. Para 1789, el año de la revolución, Lavoisier era uno de los científicos de mayor prestigio de su tiempo, pero también era considerado un monárquico comprometido que los revolucionarios tenían bajo la mira. Para colmo, se había casado con la hija de uno de los propietarios de la compañía encargada del cobro de impuestos denominada Ferme Generale, una concesión real originada en el siglo XVII.
Pero no fueron estas características de su multifacética personalidad las que le atrajeron el rayo revolucionario que acabaría con su vida, sino algo más pedestre y poco republicano: la envidia.
INTRIGAS ACADÉMICAS — Jean-Paul Marat fue un científico y médico francés que pasó gran parte de su juventud en Inglaterra. Pero el tramo sobresaliente de su vida lo vivió como periodista y político al servicio de la Revolución Francesa. En 1780 solicitó su ingreso a la Academia de Ciencias presentando un trabajo denominado “Investigaciones físicas sobre el fuego”.
El claustro académico dictaminó que el estudio carecía de valor científico y la membresía de Marat fue rechazada. El frustrado académico atribuyó el portazo a Lavoisier. Años más tarde, convertido en uno de los caudillos más temibles de la revolución, Marat se tomó su revancha levantando ante el Comité de Salud Pública un libelo acusatorio contra su supuesto objetor a quien calificó de charlatán, compañero de tiranos, discípulo de pillos y enemigo de la revolución.
Demasiados cargos y muy pesados como para que el Comité los ignorara en pleno reinado del terror que iba tragándose a los revolucionarios uno tras otro. Así sucumbieron Robespierre, guillotinado dos meses después de Lavoisier, Dantón, caído bajo la cuchilla un mes antes que el científico y el propio Marat, asesinado en 1793 por Charlotte Corday, una activista girondina que le clavó un puñal mientras el polemista tomaba un baño.
INMENSO LEGADO – Las palabras de Lagrange ante el cadáver decapitado de su amigo y colega fueron proféticas. Pasaría mucho tiempo antes de que una mente de semejante brillo iluminara el mundo de la investigación científica.
Lavoisier no fue científico loco encerrado en su laboratorio entre alambiques, crisoles y pipetas. Fue un observador riguroso de la naturaleza, algo imposible de lograr desde un claustro laboratorial.
“Considero a la naturaleza como un amplio laboratorio químico en el que tienen lugar toda clase de síntesis y descomposiciones” enunció quien luego describiría con mucha precisión la fotosíntesis clorofiliana en éstos términos: “Durante las horas de luz solar, una planta absorbe el carbono del dióxido de carbono y arroja al mismo tiempo sólo el oxígeno libre y mantiene el carbono para sí como alimento”. Esto que hoy se enseña en la escuela y se profundiza en la universidad era toda una novedad en aquellos turbulentos días.
Y como contradiciendo expresamente a quien lo entregara al verdugo, Lavoisier dejó este pensamiento sobre charlatanes y verdaderos científicos.
“El arte de concluir a partir de la experiencia y la observación consiste en evaluar las probabilidades, en estimar si son lo suficientemente altas o numerosas como para constituir una prueba. Este tipo de cálculo es más complicado y más difícil de lo que uno podría pensar. Exige una gran sagacidad generalmente por encima del poder de la gente común. El éxito de los charlatanes, hechiceros y alquimistas, y de todos aquellos que abusan de la credulidad pública, se basa en errores en este tipo de cálculo”.
Y concluía: “Somos científicos y no debemos confiar en nada más que en los hechos”.