El honorable senador Rafael Esquivel recibió en las urnas el mandato transferido por 51.397 ciudadanos que lo eligieron para el cargo. Deberá honrarlo so pena de ser demandado por Dios y la Patria. Pero por el momento, el honorable está en una suerte de limbo. Recibió el certificado que lo avala como miembro del Poder Legislativo de la República pero su cámara de servicio le está dando vueltas a la prestación del juramento o promesa a que lo obliga el protocolo. Las razones de esta negativa rebotan de un lado a otro pero sin dejar otra cosa que una nebulosa interpretativa que confunde.
El sistema electoral padece agujeros difíciles de entender para el ciudadano común que no comprende ciertas contradicciones. Por ejemplo, aquello de que cualquier ciudadano está habilitado para aspirar a un cargo electivo siempre y cuando no esté condenado a penas privativas de libertad por sentencia firme y ejecutoriada por la justicia ordinaria. Tanto la Constitución Nacional como el Código electoral garantizan que todo ciudadano pueda elegir y ser elegido mientras la ley no limite expresamente ese derecho. Y como vemos, la ley no lo hace. Tampoco la justicia, por más que el aspirante a legislador muestre, a la hora de inscribirse en el registro electoral, un denso prontuario de antecedentes judiciales en lugar de una hoja de vida que evidencie solidez profesional, pruebas de honorabilidad y vocación de servicio.
El honorable electo Esquivel es uno de esos casos. Su voluminoso expediente policial y judicial lleva rodando varios años por las cabeceras de periódicos de todo el país. El partido al que pertenece debía conocer de sobra las imputaciones que pesan sobre su patrocinado, tales como coacción sexual, robo agravado en banda, violación de menor o atropello de propiedad. El hombre está guardado en la cárcel de Ciudad del Este a la espera del juicio oral que decida su futuro. Aún así, su candidatura corrió sin dificultad alguna hasta el punto de convertirse -siempre con ajuste a la Constitución y al Código Electoral- en representante legítimo del pueblo paraguayo, con certificado legal y todo lo demás. Sin embargo, al honorable reo le niegan ahora ser parte del honorable cuerpo legislativo.
Preguntas pendientes: Quien para la Justicia Electoral es un candidato legítimo, ¿para el Congreso es un ilegal e indeseable? ¿En qué momento el Congreso casó la legitimidad de su banca? ¿Podrá el interdicto integrar el quorum legal o su curul ya tiene otras honorables posaderas que lo ocupen? Y si lo hace, ¿su voto en plenaria tendrá validez o será objetable? Lindo intríngulis cuando se trate de sesiones de órdago que dependan de un par de votos para dar vuelta algún asunto de particulares connotaciones político-económicas.
No estamos en este espacio rompiendo lanzas por reos de causa ni pretendiendo que el Congreso sea una abadía habitada por monjes cistercienses o hermanas de la caridad. Simplemente, nos preguntamos si es o no exigible al sistema político un poco de coherencia. Si su lugar lo ocupa el cinismo, deberemos aceptar lo que el artífice de la unidad alemana Otto VonBismarck dijo un día: “Con las leyes pasa como con las salchichas, es mejor no ver cómo se hacen. Y mucho menos, quiénes las hacen”.