Fue una tarde de miércoles, lo recuerdo muy bien. Estaba parada sobre la calle Durango en la siempre hermosa y señorial Colonia Roma, ese barrio construido a principios del siglo XX donde su imponente arquitectura neo-colonial, sumada a los estilos de la belle époque, el art nouveau y decó dejan boquiabierto a quienes realmente se paran a apreciar en silencio. Eso fue lo que hice, el clima estaba lluvioso así que simplemente suspiré profundo y en el caos de esa ciudad, decidí contemplar. Eran mis últimas horas en México.
La mañana anterior me había subido al coche donde mi madre, sentada en el asiento del copiloto, me esperaba con silencio prudente. Intercambiamos miradas, no hubo necesidad de decir nada más. Cerré la puerta dejando trece años de historia atrás. Manejé apretando la mandíbula, abrazando fuertemente con mis dedos el volante, tragando saliva para no llorar. Iba pensando que al día siguiente tocaba dejar a mi madre en el aeropuerto para que emprenda viaje de regreso a Paraguay. Todo pasó muy rápido. Me despedí de ella, manejé al punto de encuentro donde entregué las llaves de mi coche a su nueva dueña y la vi perderse en el horizonte. Me encontré parada en la calle, desorientada, mirando a la nada, con dos maletas de un lado y un par de botas sujetadas de la mano. En medio de una urbe con casi diez millones de habitantes sentí por primera vez esa sensación de libertad y soledad elegida que tanto anhelaba. Ya nada me ataba ahí, era momento de partir.
Alejandra y Miguel Ángel fueron piezas fundamentales. Amigos mexicanos entrañables quienes me recibieron en sus respectivas casas, días previos a mi viaje. Con ellos bromee un poco, lloré otro tanto y conversé largo, me escucharon. Era todo lo que pedía. En una suerte de confesión les dije que me iba con la sensación de derrota, con el sentimiento de no haber tenido una despedida propiamente organizada, que México era mi casa y ellos mis hermanos del alma. El cariño de ambos llegó también por el estómago. Entre tacos al pastor, sopa de zanahoria y jengibre para el alma y el corazón, sumado a un enorme plato de chilaquiles verdes fue que el capítulo llamado México se puso en pausa (jamás será un adiós). Cuarenta y ocho horas después de contemplar la grandeza y belleza de esa ciudad donde viví tantos años, emprendía vuelo al otro lado del Atlántico.
Subí a aquel avión con el «corazón partío» como dice la canción, pero con la emoción que significa volver a comenzar. Aquel vuelo duró una eternidad. Leí, caminé, vi películas, sujeté la mano de un extraño para poder aterrizar y al fin, desde la ventana pude ver tierra firme. Ahí estaba, a punto de regresar a un país que había visitado en varias ocasiones, volviendo a su preciosa capital, esta vez ya no como turista sino como una migrantes más. Allí nadie me conocía. Era una hoja en blanco. Era Madrid y su majestuosidad, ¡justo lo que necesitaba!
El cambio desestabiliza. Ser nuevo en un sitio atemoriza. Dejar tu país significa ser extranjero, olvidar las comodidades y abrazar la nueva realidad. Y aunque llegué a un territorio donde hablamos el mismo idioma tampoco fue fácil. Porque dejar la patria tiene muchos matices. Migrar consiste en aprender y cuestionarlo todo. ¿Cómo se mueve la gente?, ¿cómo habla?, ¿cuáles son sus modismos?, ¿dónde se compra el mejor pan y porqué comen tal o cuál cosa?, ¿porqué parece que están enojados, será conmigo, serán así siempre?, ¿porqué hablan tan golpeado?, ¿qué es lo correcto?, ¿qué no se hace y qué si?, ¿porqué se comportan de cierta manera?. Es preguntar constantemente, es tratar de encajar sin olvidar de dónde vienes, es hacer la conversión de monedas para llevar un buen control financiero. Implica muchos ajustes para asimilar la nueva realidad, y la actitud correcta para que el proceso de adaptación sea lo más rápido posible y lo menos doloroso.
Llegué una mañana soleada a Barajas. Bajé del avión y caminé hacía la fila de personas que estaban esperando sellar sus respectivos pasaportes. Puse mi mejor sonrisa para que el proceso migratorio sea lo menos tedioso posible:
«¿A qué viene?» preguntó el agente.
«Me vine a estudiar una maestría, estaré aquí un año» contesté con emoción.
«¡Oye pues enhorabuena! Pase, pase. Bienvenida a España» replicó.
No lo voy a negar, el sacrificio ha sido enorme, pero los beneficios sobrepasaron todas mis expectativas. Decidí dedicar esta parte de mi vida al estudio, a vivir bajo mis propias reglas en una insólita libertad, aprendiendo de aquel imperfecto pasado que moldeó mi carácter y que me trajo hasta acá.
Recogí las maletas y al atravesar el umbral invisible de mi vida pasada hacia esta, comprendí que una nueva historia estaba por ser escrita. Las grietas seguían abiertas, pero la fuerza dominante que me había empujado a tomar aquel avión se reflejaba en mi sonrisa. Salí del aeropuerto y al poner pie en la calle, llene de aire mis pulmones. El clima estaba cálido, el sol entibió mi piel, así que simplemente suspiré profundo y en la emoción que significaba volver a comenzar cerré los ojos y sonreí. Eran mis primeras horas en Madrid.
Estaba en la misma situación de hacía cuarenta y ocho horas atrás. Pero esta vez, en otro continente. Dos días después iniciaría un viaje académico interesantes, profundizando sobre conceptos que jamás había escuchado, aprendiendo con maestros de diversas nacionalidades, leyendo a nuevos autores, conviviendo con compañeros de distintas regiones españolas y muchos latinoamericanos con quienes empatizamos muy rápido. Al fin comenzaría a estudiar y esta aventura, oficialmente, habría de iniciar.