Las heridas que dejaron en muchos paraguayos y en su descendencia la guerra de la Triple Alianza, todavía las percibimos y las sentimos cada uno de los compatriotas.
Hoy, 16 de agosto, día de la batalla de Acosta Ñú, que terminó con la vida de miles de niños disfrazados de adultos, y posteriormente de sus madres que fueron infructuosamente a buscar sus cuerpos en los campos de las cordilleras, nos trae la imagen casi siempre reiterativa, permanente del dolor y del daño que nos ha hecho como país esa guerra que no hemos terminado por cicatrizarla.
Tampoco nuestros verdugos de esa época, integrantes del proyecto económico del Mercosur, han hecho mucho en favor de buscar que ese período se clausurara como una experiencia que nos retrotrae a los paraguayos a los períodos más oscuros de nuestra historia, al momento en que perdimos el orgullo, la autoestima, en que el 85% de la población nuestra fue aniquilada y donde tuvimos que volver a reinventarnos de las partes fracturadas que quedaron de nuestra heredad en ese momento.
Gran parte de la desestructuración familiar que hoy padecen nuestros niños viene todavía de esa gran época que nos marcó a fuego.
Los paraguayos deberíamos reencontrarnos con la región para hacer que ese momento de la mayor tragedia que hemos pasado alguna vez sea una cicatriz completada y que no sea de nuevo gravoso para cada uno de nosotros el tener que retrotraernos algo que aconteció hace más de 150 años y que todavía nos duele, pero por sobre todo sangra.