Ojala sean solamente rumores, y de los infundados. ¿A qué me refiero? Dicen que en la tan citada Agenda 2030, que parece ser un menú para cambiar el mundo diseñado en algún simposio global, el capítulo de la Transformación Educativa se enfocó en una nueva concepción de la sexualidad en la primera infancia. En este nuevo enfoque, la sexualidad se aparta del orden natural en el que las diferencias vienen signadas desde la propia concepción, para concluir en niños o niñas cromosicamente diferentes, evolucionando hacia una sexualidad opcional en la que el infante, en algún momento de su proceso educativo, deberá elegir entre ser y vivir como el, ella, o en una ambigüedad física y síquica ubicada entre la masculinidad y la femineidad.
A partir de dicho enfoque educacional, y en la hipótesis de que prenda en la malla curricular de nuestros sistemas educativos, tendremos que modificar muchos paradigmas sociales, entre ellos los referidos a la constitución clásica de la familia y el debilitamiento de los lazos intrafamiliares, e inclusive paradigmas jurídicos como los referidos a instituciones profundamente arraigadas en nuestros ordenamientos positivos, por ejemplo el matrimonio, en el que habrá que replantear sus componentes y una de sus finalidades naturales (la procreación).
Sin establecer un juicio de valor terminante, dejando el prudente espacio para la duda, el debate y la reflexión, nos preguntamos las razones de que emerjan corrientes pedagógicas tan polémicas. Y la respuesta está en que los modelos educativos actuales, especialmente en países como el nuestro, han abandonado progresivamente la pedagogía de lo ético, de lo moral y de lo correcto.
Nuestros legisladores y los técnicos en Educación, de ambos sexos, tendrán el enorme desafío de implementar la Agenda 2030 sin que ello implique la aniquilación definitiva de los valores y principios que desde siempre han modelado nuestras Sociedades.