El asesinato del fiscal Marcelo Pecci en playas colombianas nos devuelve el espejo de la realidad en la que estamos viviendo, no sólo en el Paraguay, sino en gran parte de América Latina. Para nosotros es un choque duro, complicado, difícil de digerir, porque nos desnuda profundamente ante la debilidad institucional, ante las acusaciones que nunca son investigadas como debieran, especialmente cuando toca a protagonistas políticos, y se encargan, posteriormente, de proteger a los que intentan sacar a la Fiscal General vía juicio político, o los que lo hacen a través de mecanismos similares de investigación en otros estamentos del Estado.
El Paraguay se encuentra ante una difícil circunstancia y situación que amerita una reacción verdaderamente vigorosa; lo que estamos viendo hasta ahora es, prácticamente, una fragilidad institucional para responder a todo esto. El asesinato de Pecci es simplemente la prolongación de un hecho criminal que ya ha venido inficionando diferentes áreas del quehacer político, económico, social y deportivo del país. Se estaba queriendo tapar de alguna manera, y los propios investigadores decían que mientras que a ellos no les tocara, nada pasaba; ahora le ha tocado a uno de ellos y todo fiscal, todo juez, debe saber también en circunstancias como éstas, que el crimen organizado ha venido a por todos.
El mensaje del asesinato de Marcelo Pecci es que el brazo largo de ellos no tiene límites y pueden acabar con esa persona donde sea y de la manera más impactante posible, de manera tal que la sociedad quede presa del miedo y puedan seguir operando sin ningún inconveniente.
El Paraguay como país de producción y tráfico de estupefacientes, tiene que despertar ante esa realidad, no podríamos estar fingiendo demencia, como se dice, cuando veintitrés toneladas de cocaína fueron despachadas desde puertos asuncenos hacia destinos europeos.
Esto es grave y realmente merece una reacción vigorosa de todo el cuerpo social si no queremos terminar pereciendo por nuestros propios vómitos.