La semana pasada me tocó tomar un vuelo muy temprano. Entre cerrar pendientes del trabajo, armar maletas y finalizar los últimos trámites previo a mi viaje, fue que a las tres de la mañana del jueves me encontraba ya en la fila de control de seguridad. Un poco adormecida y bastante cansada lentamente iba avanzando. Hasta que sucedió lo que jamás había imaginado.
Éramos unas sesenta personas caminando a paso lento, esperando nuestro turno para pasar por los rayos X y corroborar que no llevábamos nada ilegal, cuando de repente el señor que iba delante mío menciona que un dolor tremendo invadió su brazo izquierdo, la sensación de opresión en el pecho lo paralizó sujetándose de quien entendí, era su esposa. Alcancé a tomar su bolsa y saco que traía sosteniendo en las manos, mientras un grito de ultratumba invadía ese pequeño espacio. “‘¡Ayuda!, ¡Por favor ayúdenme!” gritaba la mujer, mientras una horda de curiosos imprudentes miraban como si fuera un espectáculo. Era una mañana fresca, pero en ese momento el sudor en mi cuerpo hizo acto de presencia. En unísono grité con ella “¡Ayuda! Necesitamos un paramédico. ¡Ayuda por favor!”, poco tiempo después, el hombre colapsó en el piso.
Diez eternos minutos tardaron en llegar los paramédicos. Diez minutos donde, tirado en el piso escuchábamos al señor quejarse del dolor y a su mujer gritando con desesperación, a la par de que mi mente deseaba que esas arterias se destapen, la sangre circule y ese corazón haga su trabajo. Minutos antes de que llegaran los especialistas el hombre quedó inconsciente, ya no respondía a estímulos, ni a las cachetadas que su mujer le propiciaba esperando alguna reacción. Quise retirarme del lugar para no hacer montón, pero la mujer me pidió que no lo hiciera, que me quedara a su lado. Irme de ahí era lo que quería, pero habría sido un desaire inconcebible. Accedí.
Comenzaron con la maniobra de reanimación cardiopulmonar. Manos puesta en el tórax, comprimían arriba/abajo y contaban números, pero no había reacción, repitieron varios ciclos y nada. El desfibrilador apareció. Mediante unas leves descargas eléctricas buscaban reanimarlo y una vez más, nada. Veinte minutos después, la realidad era obvia, esa que queremos omitir, esa que no queremos aceptar, esa que paraliza y no te deja avanzar.
Víctimas implacables del destino, esa mañana su viaje había sido cancelado. “Nos íbamos a ver a mi hija a Vancouver. ¿Ahora cómo se lo voy a decir?” me mencionó aquella mujer a la que nunca pregunté el nombre y a la que, a pesar de que aún estamos en una pandemia, abracé. La sostuve en mis brazos unos largos minutos, para posteriormente despedirme y emprender mi camino a la sala de embarque.
Con un andar desanimado, triste y el cuerpo sudado, en el ruido que supone un aeropuerto que mueve a más de treinta y seis mil personas por año entendí, que las miserias, enfermedades, accidentes y situaciones como estas nos igualan a todos, aquí no hay pobres ni ricos, cuando toca cruzar ese umbral el privilegio desaparece y la humildad es lo único que nos queda. Emprendí vuelo al sur, pensando que la vida es un regalo y anhelando llegar al aeropuerto donde me deshice en los brazos de mi hermano.