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Carta al pueblo paraguayo — 8 de diciembre de 2023

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Hemos llegado, nuevamente, al final de otro año, en confluencia con la fecha, tan esperada por los paraguayos, de quienes residen en el país y de aquellos que se encuentran esparcidos por el mundo: El Día de nuestra Madre, la Virgencita de Caacupé. Ella nos une nuevamente para orar y reflexionar, para evaluar la vida y la experiencia de nuestro pueblo, razones que motivan y fundamentan esta Carta dirigida al pueblo paraguayo. Por eso, en cumplimiento de mi misión pastoral les expongo estas preocupaciones sentidas por todos.
Como punto de partida, subrayo la célebre enseñanza de San Juan Pablo II que, en ocasión de su visita a nuestro país, en 1988, en el Palacio de Gobierno, exclamó con voz profética: “No se puede arrinconar a la Iglesia en sus templos, como no se puede arrinconar a Dios en la conciencia de los hombres”. El actual Pontífice, el Papa Francisco, en la misma línea, enseña que “ya no se puede decir que la religión debe recluirse en el ámbito privado y que está solo para preparar las almas para el cielo”. Pretender marginar la religión a la esfera individual y estrictamente personal representa la perniciosa aspiración de evitar que los valores y principios morales de la fe cristiana dejen de tener incidencia en la sociedad como si la comunidad humana fuese inmune y aséptica a los postulados de la fe.
Como Obispo de la Diócesis de Caacupé tengo la misión de actuar según el principio y el fundamento de la unidad que nuestra Iglesia está llamada a promover entre los hijos de Dios. Y esta “unidad” no puede darse sin que se alcance la paz basada en la justicia (Sant 3,18). En este sentido, todas las instituciones deben estar al servicio de este fin de tal manera que nuestros conciudadanos tengan la oportunidad de vivir dignamente, encontrando así la felicidad en esta tierra. Dios no quiere que el ser humano, “hecho a su imagen y semejanza” (Gn 1,26) viva mal; al contrario, desea el bien de la humanidad, que camine por la verdad para alcanzar la vida verdadera (Jn 14,6). Por esta razón primigenia, “la Iglesia en salida misionera” está llamada a predicar, a anunciar y denunciar, a tiempo y a destiempo (2Tim 4,2), con el fin de que nuestro pueblo alcance la vida plena en Jesucristo.
Después de que la Iglesia haya dedicado dos años a los laicos, apelamos a la conciencia de cada uno de ellos y a su voluntad para que, cada vez más, asuman su compromiso bautismal de ser verdaderos protagonistas en los diversos ámbitos de la sociedad. Por eso, les digo a los laicos: ¡No teman ser testigos del Evangelio de Cristo!, ante todo en el seno de sus familias y hogares; y cada vez con mayor empeño ser portadores de la Palabra de Dios en las universidades, en todas las instituciones civiles, administrativas, judiciales, legislativa, militares y policiales, en sus puestos laborales, en las calles y en el trajín cotidiano. ¡Anímense a revisar las estructuras injustas que se han establecido y tengan el coraje de derribar las barreras que oprimen a nuestro pueblo! ¡Busquen los modos más eficaces para combatir la irritante pobreza extrema, la corrupción y la impunidad! ¡Pongan sus máximos esfuerzos para extirpar el cáncer del narcotráfico, del lavado de dinero y el tráfico de personas entre tantas execrables injusticias!
En este contexto, surge espontánea la interpelante pregunta: ¿Qué podemos hacer para cambiar el destino de nuestra querida patria? Pues, queridos laicos, bautizados en el nombre de Cristo, ¡no teman mezclarse en la interacción política, aunque ella inicialmente parezca insana, porque mientras sean solo pasivos observadores, jamás se conseguirá transformar la penosa situación actual de nuestro país en otro que todos nos merecemos, para vivir con dignidad y decoro nuestra condición cristiana! La Iglesia enseña que “los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la política” (Vaticano II, Ch L 42). Recuperen a la política su dignidad; que ella deje de ser una “nueva profesión” en la que se reparten los bienes del pueblo como si fuese un botín de guerra. Que la política sea, como nos enseña el Papa Francisco, “la más alta forma de caridad”; que sea la expresión acabada del auténtico servicio a los demás. ¡Sean ustedes, los laicos, partícipes de una nueva forma de hacer política, con rostro humano y cristiano!
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Jesús, Señor y maestro, al concluir su proclama de los “bienaventurados” (Mt 5,1-12), en su discurso inaugural y programático, dijo a los que le escuchaban; y nos dice, hoy, especialmente a los laicos, a todos los bautizados, que estamos llamados a ser “sal de la tierra y luz del mundo” (Mt 5,13-16). La “sal” simboliza la preservación de la corrupción y la “luz” física representa la verdad que se encuentra en las enseñanzas de Jesucristo. Más que nunca es necesario llevar la “sal” de la purificación al mundo de la política y la “luz” del Evangelio en todos los recintos de la sociedad. La oscuridad que se cierne, en no pocos ámbitos de la esfera pública y privada, necesita con urgencia la luz de la Palabra de Dios. El salmista proclama, en efecto: “Tú Palabra (Señor) es lámpara que guía mis pasos; luz que alumbra mi camino” (Sal 119,105).
Hace unos meses hemos tenido elecciones nacionales, y ya hemos decidido quién y quiénes deben gobernar nuestro país. El tiempo corre y sigue su curso, no se detiene; y es imperioso entrar en la dinámica de la acción. Es urgente activar las instituciones porque el hambre, la enfermedad, la falta de empleo digno y la inseguridad no se detienen. ¡No hay tiempo que perder! Esta observación va dirigida especialmente a las autoridades recientemente elegidas. La ciudadanía ha sido generosa en confiar nuevamente en ustedes; pues, pese a los desaciertos y graves omisiones que originaron múltiples pérdidas, les ha renovado el “contrato”. Todos reconocemos que el pueblo paraguayo es noble y generoso; cree en las promesas electorales; es paciente y sufrido; pero no es prudente abusar de la confianza depositada en ustedes.
En la época tardía de la República romana, hacia el año 62 antes de Cristo, el célebre filósofo y cónsul Marco Tulio Cicerón denunció en el Senado los abusos del famoso político Lucio Sergio Catilina, con su célebre pregunta retórica: “¿Hasta cuándo abusarás Catilina de nuestra paciencia?” Esta emblemática interpelación, directa y abierta, es el cuestionamiento de todos los pueblos sometidos al pecado de la injusticia y a la inoperancia de sus líderes de turno. Lo lamentable y necio es que no siempre “Catilina” se toma la molestia de responder a este clamor. Observamos, con tristeza, que la paciencia de los pueblos —en otras latitudes y naciones del mundo— han llegado a su límite y se han desbordado. Debemos aprender que la paciencia del pueblo es semejante a la paciencia de Dios, pues si bien Dios es compasivo y clemente, lento para la ira y pronto en misericordia (Ex 34,6-10), también es un Dios justo que actúa no solo para restablecer la justicia sino para pedir cuentas a sus administradores (Mt 5,20; 25,14-30).
Asumir los problemas del país es un imperativo que no puede demorarse. Diferirlos no es la solución; al contrario, solo contribuirá a aumentarlos: Aumentará la deuda externa que se va transformando en “eterna”. Seguirá creciendo el déficit fiscal; y el precio de los combustibles seguirá fluctuando. Del mismo modo, si no hay una decisión política seria en materia de seguridad crecerá la delincuencia cotidiana que se ha convertido en la “zozobra nuestra de cada día”. En efecto, los delincuentes, “motochorros” y asaltantes domiciliarios tienen en jaque a barrios enteros de las poblaciones más vulnerables. Así también, si no se pone en marcha una política económica razonable la injusta pobreza crecerá y nuestra gente “no estará mejor” sino “peor”.
El pensador Publius Syrus (86-45 a.C.), de origen sirio, convertido en esclavo y llevado a Italia, tenía la siguiente máxima: “Los ríos son más fáciles de cruzar en su origen”. Significa que, quienes verdaderamente tienen intenciones de solucionar los problemas no esperan, no posponen para mañana lo que se puede resolver hoy. Sin embargo, lo que estamos viendo es que las autoridades en las que hemos depositado nuestra confianza no parecen darse prisa; están actuando con lentitud, con demasiadas pausas, una apatía que ya empieza a repercutir en la paciencia colectiva.
Ya hemos elegido a nuestras autoridades; sin embargo, no por eso debemos sentarnos a esperar pacientemente algún resultado. Tampoco vale el simple lamento por el incumplimiento de las promesas electorales. Por un lado, no es momento de depresiones ni desilusiones, por los errores, reveces, olvidos y fracasos iniciales. A pesar de todo, tenemos el deber de permanecer optimistas
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con una elevada moral, porque bien se sabe que el optimismo es un multiplicador de fuerzas y, junto con la moral elevada, ayuda en la eficacia de todo lo demás. Por otro lado, no nos dejemos llevar tampoco por el mal humor social que se difumina fácil, especialmente por las redes sociales, con escaso resultado. Más bien debemos activar los mecanismos pertinentes para exigir el cumplimiento del programa presentado durante las justas electorales.
Nuestra democracia, iniciada en 1989, ha cumplido ya 34 años. Desde entonces existe una elite de poder que tiene nuestra representación para gestionar el bienestar y la prosperidad del pueblo, y se la conoce con el nombre genérico de “autoridades”. Gobiernan desde el Palacio de los López, desde los ministerios, desde el Parlamento. Dictaminan y sentencian en nombre de la justicia desde la Corte Suprema, los juzgados y fiscalías. En el interior del país ejercen en las Gobernaciones y en la Municipalidades locales.
Al cumplirse estos primeros meses del nuevo Gobierno, el ministerio del Interior reconocía una situación delicada en el combate contra la delincuencia. La gravedad de la situación que se asumía no debería desanimar a los responsables ni mucho menos a deponer y sucumbir en la lucha contra la inseguridad y la violencia. Cuando hablamos de violencia no nos referimos solamente a los asaltos a mano armada, a la toma de comisarías y distritos completos por bandas internacionales que entran y salen del país o a la toma de rehenes para exigir rescate, sino también a la toma de las cárceles que, después de los últimos hechos acaecidos, han sembrado pánico y sobresalto en la sociedad.
Es sumamente importante fortalecer la institucionalidad de la República, pues, la democracia funciona por medio del sistema representativo. Es de esperar que los representantes gestionen la cosa pública según el mandato de los representados. De lo contrario, la democracia se reducirá a un simple engaño por el que, en nombre del pueblo, se gobierna para grupos de poder e intereses de pocos. Por eso, es imperioso que los mejores asuman las más altas responsabilidades, los más honestos y meritorios, capaces de poner, por encima de todo, el bien del pueblo, el cual es el sujeto y el objeto de la democracia. Nuestro sufrido pueblo paraguayo, que espera paciente una solución a sus problemas, experimenta dificultades que van en aumento y que son cada vez más complejos. Pe ñatendemína autoridades nacionales, regionales y locales la ñande gente kuéra problema re. Es una sentida petición con acento de “ruego”.
Necesitamos que nuestras autoridades se enfoquen en la búsqueda de soluciones y dejen de lado las rencillas internas. En un tiempo, los alemanes utilizaban el término schwerpunkt para describir el “foco del esfuerzo principal”. Exigían a su ejército emplear esta estrategia que significa encontrar el centro de gravedad del adversario y concentrar toda la fuerza para dar el golpe certero. En nuestro caso, la guerra no se dirige contra algunos compatriotas sino contra la pobreza, la corrupción, la inseguridad y la impunidad; y lo que se exige a nuestras autoridades es saber exactamente “qué cosa es” y “dónde se encuentra” la meta que se desea alcanzar. Luego corresponderá la búsqueda y aplicación efectiva de los medios y métodos oportunos para lograr el éxito; y no dar tregua hasta conseguir resultados positivos.
Lamentablemente, en nuestro país, casi nadie se molesta porque importantes funcionarios y representantes de alto rango no sienten cercanía ni tienen empatía ni sensibilidad con los problemas del pueblo; sin embargo, se ocupan solo de sí mismos, centrados en solucionar sus problemas particulares. Como diría el profeta Ezequiel: “Se apacientan a sí mismos” (Ez 34,1-12). Se destacan por ser insistentes y perseverantes en la búsqueda y obtención de provechos y beneficios personales, sin importar los medios y consecuencias. En otras palabras, actúan de modo temerario e insensato, sin considerar los escándalos que provocan y la afrenta y vergüenza que experimentan sus familias ante la consideración pública.
Una preocupación reciente y palpitante es el caso del Instituto de Previsión Social (IPS), una preciosa institución social puesta al servicio de una población cada vez más vulnerable, que
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necesita protección con una salud garantizada para trabajar con la esperanza y la satisfacción de una jubilación para la vejez, como la que mucha gente ya comienza a disfrutar luego de años y décadas de trabajo. Ese fondo jubilatorio debe permanecer cerrado para su único objetivo, asegurar una vida digna a los obreros y trabajadores después de tanto esfuerzo: Poder disfrutar de su propio aporte jubilatorio cuando le corresponda su retiro del mundo laboral. Ojalá sea el Estado el que cuide y vigile esos fondos reservados pensando en un futuro seguro y mejor de los ciudadanos que han aportado.
Pero la máxima preocupación del pueblo es la corrupción y la impunidad, lacras que siguen carcomiendo los cimientos de la nación. Parecería no tener límites y resulta muy preocupante, muy serio y grave a la vez, que la sociedad se vaya acostumbrando a observar cómo los delitos cometidos contra del bien común permanezcan impunes, sin que se demuestre ganas ni voluntad de repudiarlos, y menos aún de exigir castigo a las personas responsables de esos hechos. Todos sabemos que al delito de robar corresponden la privación de libertad y la devolución de lo robado.
La Iglesia Católica en Paraguay viene bregando por la justicia y la moral desde hace tiempo, a través de miles de homilías y cartas pastorales, pero da la impresión que muchas conciencias se encuentran adormecidas; no se interviene con decisión ni se ven resultados alentadores a través del tiempo. La carta de los Obispos, “Saneamiento Moral de la Nación”, cumplió 44 años. En ella, los obispos realizaron un profundo diagnóstico de la situación del país en el marco de una dictadura (año 1979). El contexto ha cambiado; sin embargo, la actual democracia no trajo la bonanza que todos esperábamos.
El progreso y las inversiones se expandieron y alcanzaron a grandes sectores de la sociedad, pero hay siempre un importante segmento de la población que carece de los más básicos recursos para una vida digna. Ya pasaron siete gobiernos, de cinco años, en democracia; y en todo ese tiempo no supimos frenar la sangría de la corrupción que está volviendo anémica al país. Es hora de acabar con esto. Se necesita patriotismo y coraje para que nuestro país alcance, un sitial destacado en el concierto de las naciones.
Aquella carta del “Saneamiento Moral de la Nación” ya advertía en 1979 sobre la necesidad de “reconstruir el tejido social en el país”, y ahora se impone más que nunca trabajar en ese propósito. Si observamos la crítica situación ética y moral por la que atraviesa la nación, ¿dónde podemos ver ejemplos de lo que estamos diciendo? Lo vimos en las últimas elecciones, y en todas las anteriores, con personas que venden su conciencia. Lo observamos en las Universidades cuestionadas porque venden títulos a miles de personas, falsificando firmas y avalando certificados a quienes nunca hicieron la carrera. De esta manera contamos con supuestos profesionales que no saben decir lo que supuestamente saben, pues uno se da cuenta que alguien sabe algo cuando lo sabe decir. ¡Se está dando títulos a analfabetos funcionales que no comprenden lo que leen! ¿En manos de quiénes quedará el futuro de nuestro país?
¿Se imaginan, hermanos y hermanas, lo que esto significa? Por ejemplo, en las profesiones de la salud: médicos, enfermeros, químicos y otros expidiendo recetas o realizando intervenciones quirúrgicas, haciendo análisis o radiografías, y lo que puede representar en la salud de las personas los errores y negligencias de sus acciones irresponsables; juristas que desconocen las leyes y ponen en riesgo bienes ajenos o la libertad de las personas. Ya sentimos el precario servicio de la Salud Pública a la población necesitada como para agregarle ahora la escasa formación y deshonesta actitud de profesionales egresados de “universidades de garaje”.
La juventud paraguaya puede reaccionar y “hacer lío”, como una vez dijo el Papa Francisco, que con su compromiso y lealtad a los principios morales reconstruya el tejido ético de la nación; deben ser agentes de una nueva cultura o de una contracultura basada en los principios del Evangelio con el fin de reencausar la sociedad hacia un horizonte previsible de bien y armonía con nuestra condición humana y cristiana.
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Hay una frase popular muy conocida: “El horno no está para bollos”, y se dice cuando la situación está muy tensa, y es lo que justamente está ocurriendo a nivel internacional con dos guerras, la de Ucrania con Rusia y la de Israel con el movimiento terrorista Hamas. Cualesquiera de las dos pueden desencadenar una conflagración mundial con tintes apocalípticos, y aunque se desarrolle muy lejos de nuestro territorio, sin embargo, puede suceder que de pronto nos alcancen sus efectos destructivos.
Por eso, en este “Año de la oración”, recemos para que la paz y la concordia vuelvan a reinar entre los países directamente involucrados en estas dolorosas confrontaciones, y que los líderes encuentren la sabiduría de poner término a los enfrentamientos armados, con sus secuelas de muerte, destrucción, dolorosa división y fragmentación de las familias. Nos es justo, ni razonable ni civilizado que los gobernantes alteren la convivencia pacífica entre los pueblos con el fin de dar rienda suelta a la codicia, a la belicosidad y al orgullo, inclusive al odio con la intención visible de poseer el dominio sobre otros.
Todos necesitamos vivir en paz, inclusive donde no haya guerra armada. En contextos, como en los de nuestro país, donde la sociedad busca vencer las injusticias en una prolongada “guerra” que parece no tener fin, se requiere de la pacificación basada en estrategias bien diseñadas; y donde el pueblo humilde vive defendiéndose de sus propios compatriotas que actúan como agentes de abusos, atropellos, marginaciones y olvidos, urge una respuesta justa. ¡No se debe perpetuar el estado de extrema desigualdad! —que va caracterizando al Paraguay frente a sus pares del continente—. Hay que poner fin a esta situación mediante medidas oportunas y certeras.
A todos los compatriotas, niños, jóvenes y adultos que hicieron el sacrificio de llegar —y seguirán llegando— hasta el altar de nuestra Madre, Virgen de los Milagros de Caacupé, les digo y subrayo que, de ninguna manera, el sentido crítico expuesto en esta carta debe interpretarse como una expresión de pesimismo y derrota frente a los problemas que afronta el país.
Hemos señalado situaciones de nuestra realidad cotidiana, muchas de ellas circunstancias difíciles; no obstante, Dios promete edificarnos a través de esos padecimientos: “Pues los sufrimientos ligeros y efímeros que ahora padecemos producen una gloria eterna que vale muchísimo más que todo sufrimiento” (2Cor 4,17).
Además, San Pedro ha dicho: “Esto es para ustedes motivo de gran alegría, a pesar de que hasta ahora han tenido que sufrir diversas pruebas por un tiempo. El oro, aunque perecedero, se acrisola al fuego. Así también la fe de ustedes, que vale mucho más que el oro, al ser acrisolada por las pruebas demostrará que es digna de aprobación, gloria y honor cuando Jesucristo se revele. Ustedes lo aman a pesar de no haberlo visto; y aunque no lo ven ahora, creen en él y se alegran con un gozo indescriptible y glorioso” (1Pe 1,6-8).
Tenemos la convicción de que vendrán tiempos mejores y que nuestras autoridades finalmente comprenderán la necesidad de servir al semejante para que todos lleguemos a buen puerto, con la firme militancia de las bases católicas y de todos aquellos que de verdad quieren a su patria.
Que Dios, la Virgen de Caacupé y el Espíritu Santo bendigan a todos los hogares y renueve nuestras fuerzas para seguir luchando por nuestra fe cristiana y para que, más temprano que tarde, nuestro querido Paraguay sea orgullo y garantía de vida digna para cada uno de sus habitantes. Amén.
Mons. Ricardo Valenzuela,
Obispo de Caacupé

Equipo Periodistico
Equipo Periodistico
Equipo de Periodistas del Diario El Independiente. Expertos en Historias urbanas. Yeruti Salcedo, John Walter Ferrari, Víctor Ortiz.