Por Cristian Nielsen
Nadie en el Paraguay que tenga menos de 25 años podría imaginar que hubo costumbres, en Asunción, que difícilmente hoy podríamos comprender.
Hasta bien entrados los años ’90, con el boom de los autos “chileré”, el oficio de cuidacoches y limpiavidrios era desconocido. Los autos se contaban fácilmente, los espacios para estacionar sobraban y los semáforos se limitaban a unos pocos cruces de manera que el tránsito era fluido y no había muchas opciones de ofrecer un servicio no demandado.
Sí en cambio había otros oficios y servicios que fueron apareciendo según necesidades y que el tiempo se encargó de borrar.
¿PUENTE SEÑORA? – Asunción nunca tuvo desagües pluviales en serio. Los caños que hoy funcionan en un reducido numero de calles y avenidas están muy lejos de ser un sistema orgánico y eficiente. Por lo tanto, los raudales son hoy tan devastadores como lo han sido a lo largo de su historia.
Medio siglo atrás, cuando las lluvias se descargaban con furia sobre la ciudad, los raudales bajaban impetuosos desde las “colinas” buscando la bahía. En el centro, las calles asfaltadas se anegaban rápidamente con caudalosos torrentes. Así que el transeúnte pillado en medio del temporal tenía dos opciones: guarecerse hasta que acampara o atropellar el raudal y destruir su calzado. Pero en realidad había una tercera opción: los “puentes” instalados rápidamente por improvisados zapadores que subían de la Chacarita con su provisión de tablones.
Los había de dos clases: el puente corto consistente en una madera que se apoyaba en el cordón de la vereda y permitía sortear el cauce de agua a pie enjuto. Y luego estaban otras obras de “ingeniería”, cuando los pontoneros colocaban pilares de ladrillo atravesando la calle y uniendo los tramos con planchadas de madera. Luego, el pontonero ofrecía su servicio de cruce por una módica suma (cinco o diez guaraníes) y si el cliente era una mujer o una persona de edad, agregaba su asistencia personal dejando que el viajero se apoyara en su hombro o le diera una mano hasta llegar a salvo a la otra orilla. Los autos, en tanto, esperaban pacientemente que el raudal bajara y los pontoneros desmontaran sus estructuras dejando expedito el tránsito. Esto no ocurría en barrios alejados o periféricos. La foto ilustra un neurálgico punto del microcentro asunceno.
EL TAXI COLECTIVO – El transporte público siempre fue una calamidad en Asunción. Hasta los años ’70 los “colectivos” eran, en su mayoría, camiones de carga convertidos en colectivos a martillo y serrucho. Subir a ellos era una aventura de riesgo, muchas veces “asistido” por guardas que empujaban sin miramientos y obligaban con equívoca cortesía a ir “un pasito más adelante, por favor”.
Eran épocas en que se subía por detrás y se bajaba por delante, como rezaban los carteles indicativos. Las ventanas iban generalmente abiertas y si uno quería cerrarlas, debía levantar una especie de solapa provista de un asa de cuero y “pescar”, dentro de una ranura practicada en la carrocería, una ventana de madera que subía si había suerte. Una vez arriba, se ponía la solapa en su lugar y la ventana se apoyaba allí. Este ingenioso mecanismo garantizaba un perfecto enfriamiento en invierno y en verano funcionaba como una ducha.
Entonces aparecieron los taxi-colectivos, las entonces novísimas combis VW. Aunque el pasaje era único, había cuatro categorías para viajar. Primero, las seis plazas de los dos asientos del medio, que era como ir en primera. Luego estaba el tercer asiento, ubicado en el fondo, sobre el motor, que vendría a ser como una segunda clase mbareté. La tercera clase estaba reservada a jóvenes agiles y maleables, porque consistía en ir parado en la estrecha franja que separaba los asientos del medio de la puerta. Allí, encorvados y a merced del bamboleo, tres viajeros respiraban sobre la coronilla de los pasajeros de primera clase aportando roces y emanaciones de todo tipo.
Pero había una cuarta categoría. El que viajaba adelante, en el asiento del acompañante que en los primeros modelos de las combis tenían lugar para dos más el conductor y en los modelos más nuevos, un solo asiento cómodo y con vista panorámica. Ese era el pasajero VIP, que a veces disfrutaba hasta de servicio de a bordo si el chofer se avenía a invitarle su tereré.
AGUA HELADO – Hoy nos da cosa pensarlo pero hubo un tiempo en que los niños se ganaban unos guaraníes vendiendo “agua helado”, especialmente en el caótico mundo del Mercado 4. Un balde de zinc con agua y un hielo flotando, y un jarrito enlozado era el equipo. De allí tomaban todos, en los felices días en que el cólera o la disentería eran desconocidos o pasaban desapercibidos.
Las heladeras tardaron mucho en dejar de ser un lujo para elegidos. Entonces, la gente se agolpaba a las puertas de la Cervecería Paraguaya para comprar, en vísperas de la Navidad o el Año Nuevo, una barra de hielo. Había que llevar una bolsa de arpillera con aserrín para demorar el derretimiento y luego arreglárselas para subir con aquel trasto al colectivo rumbo a casa.
Postales que el tiempo se llevó de una Asunción que ya no existe.