El rescate del jefe narco alias Samura- que pudo haber sido también la entrega de alguien más- nos sacudió de la modorra en la que vivíamos. Hechos así, o peores, ocurren con regularidad en Amambay y otras regiones del país, pero nos parecen lejanos. Lo mismo podemos decir de las incursiones selváticas del EPP. Creíamos estar a salvo.
Como periodista y ciudadano vengo diciendo hace un par de años que mi mayor temor era que la ola de ataques violentos llegara a la capital y a Central, no sólo por la pérdida de vidas y el daño a la imagen país- lo cual repercutirá en la economía- sino también por el descalabro que puede causar en nuestra debilitada democracia.
Hoy, tenemos representantes en el Congreso que fueron elegidos con dinero del narcotráfico y le responden a sus líderes. Tuvimos incluso expresidentes con abierta reputación de capos mafiosos.
La realidad es que aquí no teníamos los mismos niveles de violencia porque no era necesario. Las organizaciones criminales operaban sin ningún límite y, muchas veces, aliados al poder político del más alto nivel. Esta sociedad, que es de las más corruptas del mundo, no está desligada de nosotros, es nuestro reflejo. Sus mayorías terminan votando a gente que en otros países estaría, como mínimo, prófuga. Hay un blanqueamiento social del crimen porque “mueve la economía” o si es un delincuente con poder “le ayuda a la gente con su plata”.
El diagnóstico golpea anímicamente pero no podemos rendirnos, porque para bien o para mal, los países no cierran y mientras sigamos aquí hay que dar pelea. Pero ningún tratamiento es agradable.
La clave será explicárselo a la gente y esperar que apoyen a las fuerzas constitucionales del país porque, lastimosamente, muchos tienen cierta fascinación por los corruptos y criminales “exitosos”. Lo claro es que padecíamos un cáncer en reposo pero ya empezó la metástasis.