Juan Domingo Perón, el militar argentino decaballería fundador del partido que lleva su nombre, decía que “los peronistas somos como los gatos: cuando parece que nos peleamos, nos estamos reproduciendo”. La frase, aunque a muchos colorados no les guste, es totalmente aplicable a la veterana Asociación Nacional Republicana que acaba de cumplir 132 años.
Cuando en 1989 se oficializa la desintegración de la “unidad granítica” estroniana, los movimientos estallan como pirotecnia. Asumen las más variadas nominaciones y se ensaya, incluso, una fractura en toda regla cuando Carlos 3, el general Lino Oviedo, hace rancho aparte al fundar la Unión Nacional de Colorados Eticos que, elevada a partido, se convirtió en el PUNACE que en la última elección obtuvo sólo una banca en el Congreso después de haber capturado, diez años antes, 9 senadurías, 15 diputaciones y 4 escaños “parlasurianos”. Y es que desaparecido el líder fundador en 2013, la vuelta de ovejas al viejo redil fue lenta pero inevitable.
En las municipales, el partido de Caballero sigue acaparando distritos. El 15 de noviembre de 2015 se quedó con 148 de las 250 intendencias y 1.366 de las 2.640 concejalías en juego. Este es un dato objetivo que expone una condición intrínseca del veterano gladiador: puede protagonizar una tumultuosa y camorrera interna que parecería hacerlo saltar en mil pedazos… pero cuando llega la general, la lista 1 cierra filas y “todos a una, Fuenteovejuna”.
Hasta aquí, la estadística. Veamos sus efectos.
La dictadura que oprimió al país desde 1954 a 1989 dejó una herencia macabra. “Paraguay es un importante caso de estudio –“monolith” cita el paper- de un Estado que busca recuperarse de décadas de autoritarismo que institucionalizó la corrupción –dice un informe de 2016 de Transparency International-. Desde el fin del régimen de Alfredo Stroessner en 1989, Paraguay ha luchado para combatir la corrupción sistémica en todos los sectores del gobierno”.
¿Resultados? De los 30 años de pos estronismo, 26 han sido colorados. La corrupción en el Estado ha tenido tiempo suficiente para adquirir nuevas formas y adaptarse a los tiempos de la transparencia, mimetizándose dentro de ella y consagrando una versión del siglo XXI del gatopardismo puro y duro: cambiar para que todo siga igual.
Desalienta, pero es la realidad.