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La tiranía del mérito: Una obra que expone una desigualdad afianzada

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Michael J. Sandel, filósofo estadounidense de 67 años, explicó en su último libro “La Tiranía del Mérito”,  las causas del descontento ciudadano. Si bien el contexto al que hace referencia el autor se trata sobre la sociedad de su mismo país, de igual manera puede reflejarse en nuestra sociedad paraguaya.

La obra hace referencia a que el pueblo está cada vez más molesto con las autoridades. Mientras que estos, a su vez no logran interpretar del por qué es este malestar.

El filósofo explica que este disgusto que se traduce en constantes manifestaciones no es solamente por la desigualdad económica sino por otros motivos. Uno de ellos es que el pobre tiene escasas posibilidades en la vida de dejar de serlo.

A continuación una fracción del libro “La Tiranía del Mérito”, publicada en el 2020 por el ya citado autor. La misma se reproduce en una publicación del diario español El País de fecha 17 de septiembre.

La retórica del ascenso social

Así pues, ¿qué es lo que ha incitado ese resentimiento hacia la élite que albergan muchos votantes de clase obrera y de clase media? La respuesta comienza por la creciente desigualdad de las últimas décadas, pero no termina ahí. En última instancia, tiene que ver con el cambio de los términos del reconocimiento y la estima sociales.

La era de la globalización ha repartido sus premios de un modo desigual, por decirlo con suavidad. En Estados Unidos, la mayor parte de los incrementos de renta experimentados desde finales de la década de los setenta del siglo XX han ido a parar al 10% más rico de la población, mientras que la mitad más pobre prácticamente no ha visto ninguno. En términos reales, la media de la renta anual individual de los varones en edad de trabajar, unos 36.000 dólares, es menor que la de cuatro décadas atrás. En la actualidad, el 1% más rico de los estadounidenses gana más que todo el 50% más pobre.

Pero ni siquiera este estallido de desigualdad es la fuente principal de la ira populista. Los estadounidenses toleran desde hace mucho tiempo grandes desigualdades de renta y riqueza, convencidos de que, sea cual sea el punto de partida de una persona en la vida, está siempre podrá llegar muy alto desde la nada. Esa fe en la posibilidad de la movilidad ascendente es un elemento central del «sueño americano».

Conforme a esa fe, los partidos tradicionales y sus políticos han respondido a la creciente desigualdad invocando la necesidad de aplicar una mayor igualdad de oportunidades: reciclando formativamente a los trabajadores cuyos empleos han desaparecido debido a la globalización y la tecnología; mejorando el acceso a la educación superior, y eliminando las barreras raciales, étnicas y de género. Esta retórica de las oportunidades la resume el conocido lema según el cual, si alguien trabaja duro y cumple las normas, debe poder ascender «hasta donde sus aptitudes lo lleven».

En época reciente, diversos políticos de ambos partidos han reiterado esa máxima hasta la saciedad. Ronald Reagan, George W. Bush y Marco Rubio, entre los republicanos, y Bill Clinton, Barack Obama y Hillary Clinton, entre los demócratas, la han invocado. Obama se aficionó a una variante de esa misma idea tomada de una canción pop: You can make it if you try («Puedes conseguirlo si pones tu empeño en ello»). Durante su presidencia, usó esa frase en discursos y declaraciones públicas en más de 140 ocasiones.

Sin embargo, la retórica del ascenso suena ahora a vacía. En la economía actual no es fácil ascender. Los estadounidenses que nacen en familias pobres tienden a seguir siendo pobres al llegar a adultos. Solo alrededor de una de cada cinco personas que nacen en un hogar del 20 por ciento más pobre según la escala de renta estadounidense logra formar parte del 20 por ciento más rico durante su vida; la mayoría no llegan siquiera a ascender hasta el nivel de la clase media. Resulta más fácil ascender desde orígenes pobres en Canadá, o en Alemania, Dinamarca y otros países europeos, que en Estados Unidos.

Esto casa mal con la histórica creencia de que la movilidad es la respuesta estadounidense a la desigualdad. Estados Unidos, tendemos a decirnos a nosotros mismos, puede permitirse preocuparse menos por la desigualdad que las sociedades europeas, más constreñidas por los orígenes de clase, porque aquí es posible ascender. El 70 por ciento de los estadounidenses creen que el pobre puede salir por sí solo de la pobreza, cuando solo el 35 por ciento de los europeos piensan así. Esta fe en la movilidad tal vez explique por qué Estados Unidos tiene un Estado de bienestar menos generoso que el de la mayoría de los grandes países europeos.

Hoy en día, no obstante, los países con mayor movilidad tienden a ser también aquellos con mayor igualdad. La capacidad de ascender, al parecer, no depende tanto del deseo de salir de la pobreza como del acceso a la educación, la sanidad y otros recursos que preparan a las personas para tener éxito en el mundo laboral.

El estallido de desigualdad observado en décadas recientes no ha acelerado la movilidad ascendente, sino todo lo contrario; ha permitido que quienes ya estaban en la cúspide consoliden sus ventajas y las transmitan a sus hijos. Durante el último medio siglo, las universidades han ido retirando todas las barreras raciales, religiosas, étnicas y de género que antaño no permitían que en ellas entrara nadie más que los hijos de los privilegiados. El test de acceso SAT (iniciales en inglés de «test de aptitud académica») nació precisamente para favorecer que la admisión de nuevo alumnado en las universidades se basara en los méritos educativos demostrados por los estudiantes y no en su pedigrí de clase o familiar. Pero la meritocracia actual ha fraguado en una especie de aristocracia hereditaria.

Dos tercios del alumnado de Harvard y Stanford proceden del quintil superior de la escala de renta. A pesar de las generosas políticas de ayudas económicas al estudio, menos del 4 por ciento de los estudiantes de centros de la Ivy League proceden del quintil más pobre de la población. En Harvard y otras universidades de ese selecto club, abundan más los estudiantes de familias del 1 por ciento más rico del país (con rentas superiores a los 630.000 dólares anuales) que los de aquellas que se sitúan en la mitad inferior en la distribución de renta.

La fe estadounidense en que, si trabaja y tiene talento, cualquiera puede ascender socialmente ya no encaja con los hechos observados sobre el terreno. Esto tal vez explica por qué la retórica de las oportunidades ha dejado de tener la fuerza inspiradora de antaño. La movilidad ya no puede compensar la desigualdad. Toda respuesta seria a la brecha entre ricos y pobres debe tener muy en cuenta las desigualdades de poder y riqueza, y no conformarse simplemente con el proyecto de ayudar a las personas a luchar por subir una escalera cuyos peldaños están cada vez más separados entre sí.

Victor Ortíz
Victor Ortíz
Fanático de la albirroja y del Sportivo Luqueño. Me gusta la literatura, los perros, ir al cine, hacer deportes, sacar fotos y cocinar a la parrilla.