Treinta años atrás, la caída del Muro de Berlín era un milagro, la estructura que dividía las dos Alemánias era el símbolo más importante de lo que Ronald Reagan llamaba, “el imperio del mal”. Poco tiempo después, cientos de millones de personas fueron liberados de la esclavitud dentro de la Unión Soviética.
Mientras la liberación y caída del muro fue algo sumamente divino, los instrumentos para lograr esta unión y tumbar el comunismo de la Unión Soviética, eran dos líderes: el Presidente Ronald Reagan y el Papa Juan Pablo II, ambos tuvieron la determinación para desmantelar la peor y sangrienta tiranía en el mundo y sobre todo inspiraron al pueblo Polaco y otras naciones para destruir el comunismo Soviético.
Para la historiadora Mary Elise Sarotte, de la Universidad Johns Hopkins: “en realidad el Muro de Berlín se destruyo, de manera gradual y después su caída llego de golpe.”
El legajo principal del 1989 es el coraje y la resistencia de los individuos y sociedades enteras. El estudio de dicho movimiento europeo les serviría inmensamente a varios estadistas de América del Sur, para entender la actual violencia en la región y las interferencias transpacíficas. El Muro se destruyó por el coraje y determinación de muchos: por los trabajadores y mecánicos del Movimiento Solidarnośćen Polonia; los activistas checos y húngaros; y por último los miles y miles de personas que marcharon con sus velas prendidas cada lunes en Leipzig, desde Septiembre en adelante. Así como el 1776 en EEUU y 1789 en Francia, el 1989 fue el momento fundacional de una nueva Alemania. Por lo tanto, la caída del Muro de Berlín fue consecuencia y preludio, una parte de algo mucho mayor: una revolución genuina europea poderosamente anunciada por un Papa Polaco, habilitada por el último presidente de la Unión Soviética, y alimentada por los Estados Unidos de América.